PENANDO

Alex Haro Díaz nos comparte sus creaciones. Te invitamos a leer su cuento.

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Noche tranquila, todo en silencio. Las calles se extienden como gigantes recostados sobre la hierba. Farolas aquí y allá iluminan a duras penas las aceras. El rumor de la ciudad se volvía cada vez más ruidoso con el paso de los años pero, en ese punto, todo se conservaba como hacía décadas atrás. Ella aún recordaba la época en que el sereno pasaba gritando: “¡La una y todo sereno!”. Nunca se metió con esa clase de hombres. Por alguna razón que no era capaz de establecer, le agradaba ese oficio. Qué alguien, además de ella, tomara la oscuridad de la noche como una amiga, abrazándola casi como a una aliada, le parecía formidable. 

Por desgracia, el tiempo seguía transcurriendo, y las ciudades no utilizaban a serenos desde hace mucho. No era lo único que extrañaba. La luz eléctrica no terminaba por agradarle, a pesar de que apareció a inicios del siglo pasado. No. Las velas y el fuego tenían un sabor especial. Una clase de misticismo extraño acompañaba su caminar en las calles cuando las pocas luces se producían por linternas de gas. Cada vez que una casa perdía la luz algo maravilloso ocurría. Una llamarada en el vacío se incorporaba a la absoluta negritud. El espectáculo era fenomenal. Casi parecía una danza, en la que una parte se entregaba finalmente a la otra después de negarse durante tanto tiempo. En cambio, ahora, la luz de las farolas es demasiado intensa. Violan a la sagrada nocturnidad con sus insolentes destellos. 

A pesar de esto, tiene que seguir trabajando. Sin importar el día, el lugar, la fecha, el clima o los avances tecnológicos, ella debe continuar. Sólo en una cosa se mantenía firme: trabajaría siempre de noche. Lo anterior, por dos razones principalmente. En primer lugar (y lo más importante para ella), siempre prefirió la luna y las estrellas por encima del sol y el cielo azul, aun cuando estaba viva. Sentirse diminuta en comparación a la enorme bóveda estelar la reconfortaba, le aligeraba las penas. Ningún problema, ni siquiera aquel en el que estaba sumergida, le parecía suficientemente grande cuando levantaba la cabeza y contemplaba a Orión. Si el enorme guerrero permanecía firme con su escudo y espada esperando eternamente el ataque del enemigo, ¿qué le impedía a ella emularlo? Sólo tenía fe en que su guerra no durará para siempre. 

La segunda (y la más importante para su misión), trabajaba mejor de noche. La oscuridad es el cómplice ideal de sus actos. Lo comprobó desde el día uno, en que estaba mucho más nerviosa y llena de miedo que su víctima. La noche es incierta, preocupante. El hombre le teme, más que a cualquier cosa, ¿por qué? Porque ella contiene todo lo demás. Cada temor del ser humano parte de lo desconocido y, ¿qué es más desconcertante que el escenario en donde somos ciegos? La noche es una droga más potente que la cafeína; activa cada palanca del hombre. A partir de este conocimiento, ella sólo tuvo que perfeccionar su técnica. 

Aunque, para ser sinceros, jamás terminó de perfeccionarlo. Siempre lo pule. Se reinventa. Actualiza sus métodos, mejora sus maniobras. Somete cada parte de su trabajo a un severo y crítico escrutinio. No es para menos. Tiene demasiado en juego como para tomarse las cosas a la ligera. Gracias a su empeño aprendía qué errores desechar y cuáles aciertos debía cultivar. Aprendió a cazar como los leones: aislando a la víctima hasta que estuviese indefensa. Comprendió que la paciencia era su mejor carta, y no le importaba aguardar lo que fuese necesario. 

Fue gracias a este constante juicio que valoró a su eterna amiga. Pudo comprobarlo en más de una ocasión. La lógica de los hombres es graciosísima. Una rama rota en un camino a media tarde, ¿qué será? Seguramente un animal que pasó encima. Quizá el viento del norte que baja como ráfaga. Tal vez fue otra persona que no se fijó bien al pisar. Una rama rota en un camino en plena noche, ¿qué es? Con toda confianza se trata de la muerte que le pisa a uno los talones. En forma de asesino, ladrón, hombre lobo, vampiro, delincuente o demonio, pero la muerte está detrás de todo, seguramente. 

Algo raspa la ventana en una cálida mañana, ¿qué podrá ser? Probablemente el manzano al cual no podaron adecuadamente y una de sus ramas planea como una gaviota hasta el vidrio de la ventana. A lo mejor es un ave que busca reposo después de laborar todo el día. Algo raspa la ventana durante una brumosa noche, ¿de qué se trata? Son espíritus que buscan entrar en mi habitación para llevarme con ellos.

Todos a quienes herí que vienen a tomar venganza. ¡No! Es mi madre que viene a castigarme por no haberle cumplido el juramento que le hice en su lecho de muerte de no casarme con Gabriela. 

En fin, los ejemplos sobran. Lo que importa es que se dio cuenta de esto muy pronto. Quizá lo sabía desde que estaba con vida, pero sólo después pudo sacarle provecho. De esta manera, adquirió los conocimientos suficientes para desempeñarse como la que más. Aprendió los escenarios perfectos: una sombría calle donde la farola comienza a fallar, el enorme campo de maíz cuando el sol recién se oculta, un callejón semejante a las fauces de un lobo, el camino rural rodeado de árboles inmensos. Asimiló las mejores condiciones para atacar a su víctima: a oscuras y, en especial, sólo. 

Perfeccionó sus armas. La falsa seguridad que brinda en sus víctimas es momentánea, únicamente. Hacerlos creer que el peligro está lejos cuando, en realidad, se encuentra frente a ellos le da una ventaja increíble. Como un leopardo, se acerca sigilosamente a sus víctimas. Cuando ellos notan su presencia, la partida ya está ganada. 

Si esto no funciona utiliza su belleza. Los impulsos bestiales del hombre son, quizá, lo único más fuerte que su miedo. Con facciones perfectas, atrae a sus presas como abejas a la miel. Tarde o temprano se dan cuenta de que la belleza proyectada es falsa. Por desgracia para ellos, siempre se dan cuenta más tarde que temprano. 

A lo lejos divisa a un hombre. Estatura promedio. Fornido, con la piel curtida seguramente por las inclemencias del sol; sale de un edificio. El caminar irregular del sujeto delata su absoluta embriaguez. A duras penas puede mantenerse en pie mientras abandona la cantina. Es, en resumen, la víctima perfecta. 

Ya lo necesitaba. Más de dos semanas habían pasado sin que pudiese atrapar algo. Un par de ciudades había transitado sin obtener éxito, necesitaba una víctima. Él fue demasiado claro cuando la mandó llamar:

-Necesitas mejorar mucho tu producción si quieres llevarte a tus hijos de aquí- dijo leyéndole un pergamino enorme. Un pergamino lleno de sus víctimas que, a pesar de parecer kilométrico, no era suficiente. 

El diablo la tenía encajonada. Por un lado, el deseo de abandonar su oficio era inmenso. Por otro lado, la necesidad de estar con sus hijos es mayor. Arrebatados a la fuerza por criminales, la mujer tuvo que suicidarse para poder reencontrarse con ellos. Allá conoció al demonio, quien le ofreció un trato que no pudo rechazar. 

Se acercó al hombre y desenvainó sus enormes uñas. 

-¡Mamacita!- fue lo último que dijo el infortunado borracho. Una garra parecida a una hoja de metal entró en su cuerpo sin mayor resistencia. La sangre, cálida y espesa, manchó su piel. El cadáver azotó en el piso. 

La Llorona se aseguró que el alma llegara al infierno. Uno menos. Miles y miles de almas faltan para lograr su cometido. Pero esta noche ha logrado reducir el número aunque sea un poco. No puede evitar llorar. Le repulsa en lo que se ha convertido. ¿Qué hacer? No le queda de otra. Como siempre, la noche es su única compañera. 

-¡Ay, mis hijos!- los lamentos regresan más fuertes que nunca, erizando el pelo de quienes, por el insomnio, tienen que escucharlos.

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