LA PARADA

Waleska Barroeta nos comparte sus creaciones. Te invitamos a leer su cuento y sumergirte en este Mar de letras

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Veo a una mujer mayor que espera el bus bajo la lluvia – debería estar en su casa – pensé.  Casi nadie en Latinoamérica usa realmente las paradas de autobuses, porque los que sí las usan, según las películas, suelen ser asesinos seriales o personas que están a punto de encontrarse con un payaso asesino.

Recuerdo que, cuando era niño, mi abuela y yo tomábamos el autobús justo en frente a su casa, sentados en las escaleras del pórtico del vecino, era la parada improvisada por excelencia de la cuadra. Teníamos la ventaja de que había un árbol de mango enorme que nos protegía del inclemente sol caribeño. Mi abuela me dejó su casa cuando falleció, así que sigo tomando el autobús en el mismo lugar, sólo que ahora llueve, y las hojas de mango, en lugar de hacer techo, ejercen como toboganes. Además, me dejó su papelería en el centro, lo malo es que está a una cuadra del hospital y tengo que pasar frente a esos asquerosos enfermos todos los días para abrir.

Hay pocas cosas que se pueden hacer cuando estás sentado en un autobús; ponerte audífonos (rogando que nadie te quiera robar) y escuchar canciones tristes de los noventas, pretendiendo que estás en un video musical; o conversar con una señora de cincuenta años que cree que, si llora lo suficiente, los guardias del hospital le van a permitir entrar a ver a su esposo.

– ¿Crees que eso es posible?, mi Antonio no es nada sin mí. ¿Qué sé yo que le puedan estar dando en ese hospital de mierda?, si es que le están dando algo.

No la veas a los ojos, pégate a la ventana y asiente por gentileza. Lo más probable es que ya ella lo tenga, o lo contraiga peleando en el hospital, ¿debería regalarle mi cubrebocas? No. Aunque no se muera de coronavirus se va a morir de algo más pronto que yo

Treinta años llevo casada con Eugenio. Desde niña he sido enfermiza. Todo lo que me podía dar, me dio; incluso, en nuestra noche de bodas tuve diarrea y, por eso, mi primer hijo nació nueve meses y una semana después de que nos casáramos. En cambio, Eugenio, quien nunca se ha preocupado por su salud y ha fumado toda la vida, siempre fue un hombre muy sano. Hace una semana que está en el hospital. Nuestros hijos están recluidos en sus casas desde el confinamiento y, además, si supieran a lo que voy, me hubiesen amarrado a mi cama. Pero ya ha sido suficiente, esta mañana regué todas las plantas, cociné unas lentejas con arroz y me puse mi mejor perfume.

Tomé el camión temprano. A pesar de la hora, todos los asientos estaban ocupados, a excepción de uno al lado de un joven que bien podría tener la edad de Javier, mi hijo mayor. Me senté a su lado y noté como inmediatamente se alejó, pegándose cada vez más a la ventana. Supuse que quería que yo estuviera más cómoda, es bueno saber que aún quedan jóvenes considerados en este mundo, bastante que los necesitamos. Llegué al hospital en veinte minutos. Pedí la parada y noté que el muchacho se levantaba detrás de mí, tal vez también tenía a alguien enfermo.

Caminé tan rápido como mi artritis me lo permitió. Puse un pie en la acera y sentí al camión moverse como si fuese a separarme de mi otra pierna. Para mi sorpresa, fui lo bastante ágil para bajar sin caerme. Volteé y observé que el joven no tuvo problema alguno, aunque cayó con el cuerpo un poco arqueado y la cabeza gacha. Subió la mirada, posándola en mí. Mi pecho estaba agitado, él pareció orgulloso de sus capacidades motoras y se incorporó. Noté cómo su boca se torció en una sonrisa triunfal, pero entonces escuché gritos provenientes de la carretera. “¡Es Raúl!”, exclamó uno de los camioneros que solía descansar en esa parada. Un frenazo en seco, mis lentes se empañaron de sangre y, entre los pocos espacios de visibilidad que me quedaban, divisé cómo el cuerpo ya deformado del muchacho bajo la rueda extendía una mano buscando que alguien le ayudara. Me acerqué a él, preocupada, y le susurré, esperando aliviar su agonía, “no te preocupes, ya llegamos al hospital”.

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