Por: Sara Olvera
Hace un par de días compré en la entrada de la Facultad un poemario con la obra selecta de Walt Whitman y mientras iba de regreso a casa en el autobús, aburrida por falta de audífonos, comencé a leer esta joya de libro. Me encanta empezar por los prefacios o prólogos o introducciones, o cualquier cosa con la que cuente el libro en mano, ya sé que muchos se lo saltan, pero he encontrado palabras maravillosas en estos minitextos que todos olvidan.
Como en casi todo, venía un vistazo a la vida de Whitman y, aunque ya sabía un poco, me llamó mucho la atención lo que es obvio: que los escritores casi nunca son famosos y/o reconocidos en vida sino hasta diez años (aprox.) después de su muerte, que viven una vida normal y que, si es que estudiaron, no estuvieron en una escuela de escritores (en la mayoría de los casos), o en una carrera relacionada. Lo mismo pasó con Whitman. Y no sólo eso, también tiene otros clichés literarios: poeta homosexual en el siglo XIX, no tradicional, deja a un lado el verso medido para convertirse en el padre del verso libre, escribe con slang dejando a un lado el lenguaje culto y le toca vivir la Guerra Civil. Por supuesto que fue muy controversial en su época y, muy probablemente, jamás pensó que su obra trascendiera tanto influyendo a otros poetas, escritores, corrientes enteras como la generación Beat y cientos de películas y series en la posmodernidad. Sin embargo, hoy podemos agradecer a este peculiar personaje de la literatura americana que no tenemos que pasar horas tratando de buscar palabras que rimen entre sí y contando sílabas en los versos para tener un poema digno de llegar a ser considerado poesía en algún remoto momento de la vida.
A lo que voy, porque mi punto no es hablar de Whitman ni será una columna designada al escritor de Oh, Captain, My Captain!, es a que nadie ha hecho historia, nadie ha hecho arte, nadie ha escrito sin hacer aunque sea un poco de ruido. El arte, la música, la poesía no sería lo que hoy es si no hubiera llegado un Duchamp a exponer un mingitorio a Nueva York o un John Coltrane con sus canciones de media hora o un Walt Whitman con sus poemas en verso libre.
La poesía evoluciona porque el mundo no para de girar y la poesía no se limita a lo aceptado por la academia o por la sociedad. La poesía se vive día a día; está en el noble parpadeo de un bebé o en la danza del pasto cuando el viento roza su ser, está en la suave lluvia que moja tu piel cuando saliste a correr y en la muerte del inocente que lo calló una mano de poder.
Y estas cotidianidades, esta poesía nueva y, como me gusta llamarle, urbana, se encuentran al alcance de todos: en Spotify o Youtube, en la calle o en el autobús. La palabra que, como bien dijo Paz: “es el único testimonio de nuestra existencia”, ha llegado a los callejones en los rincones de las ciudades y grita y significa, como bien dice Nach: R de Revolución, A de Actitud y P de Poesía.