
Desde el principio de los tiempos, la humanidad se ha interesado de forma particular por la magia. El que diga que no, miente. Al ser humano poco le fascina más que lo extraño, lo diferente, lo ominoso. ¿Por qué? Simple. Todas las personas, sin excepción se conmueven ante la posibilidad de romper las reglas. A medida que nuestra comprensión del mundo y lo que nos rodea ha mejorado gracias a la ciencia, podría pensarse que hemos ido perdiendo nuestra capacidad de asombro. Esto es falso. La prueba más sencilla es la mitología: una forma de explicar el universo y sus fenómenos tan impresionante, tan imaginativa, que ha servido de base para la existencia de culturas y civilizaciones.
Sirvámonos de un ejemplo. Hace más de dos mil años la cultura griega, la madre del mundo en occidente, sentó las bases de una mitología maravillosa, quizá la más conocida de todas. A la fecha, cualquier persona se cautiva ante las fantásticas versiones de la creación del mundo a partir del amor, la traición, el miedo y la aventura. Prueba de ello es el éxito de canales de Youtube como Destripando la historia, que lograron hacer de las locuras de Zeus un meme mundial.
El éxito de la mitología, en mi humilde opinión, reside en el vehículo que la ha transportado de aquí para allá a lo largo y ancho de los siglos: las palabras. El lenguaje humano es la magia más poderosa que conocemos los hombres. De entrada, atenta contra la ley de la conservación de la materia, acuñada por el padre de la química moderna Antoine Lavoisier, que dice así: “la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma”. Las palabras destruyen, rompen, queman, inundan, arrasan, resquebrajan y aniquilan. También crean, edifican, construyen, plantean, cimentan y solidifican.
Las palabras crean, y el Dios de la mitología judeo-cristiana lo tenía perfectamente claro. A través de la palabra, y en siete días, él establece el mundo y lo moldea prácticamente de la nada. No solo eso, tan consciente es del poder del signo lingüístico que comparte ese don con su mejor creación, el ser humano, y lo manda a nombrar a los demás seres y cosas. Al poner el nombre de animales y plantas, Adán es partícipe, cómplice con Dios en la creación del mundo.
Pero, como toda magia, la palabra es peligrosa, también destruye. Cuenta la historia que, a través de dos palabras, “deus vult” (Dios lo quiere), el papa Urbano ii mandó a la contienda a miles de soldados católicos en una de las guerras más sangrientas de aquel tiempo, la primera Cruzada.
Las palabras transportan sentimientos, ninguno más claro y, a la vez, confuso como un “te amo”; cargan ideologías y pensamientos: “pienso, luego existo”; son responsables de todo un peso político: “no piensen lo que su país puede hacer por ustedes, piensen lo que ustedes pueden hacer por su país”; a veces, son más recordadas que la persona que las dijo: “ser o no ser, esa es la cuestión”; e, incluso, pueden pasar a la historia sin que las hayan pronunciado: “Luke, yo soy tu padre”.
Antes de terminar, y para dejar más claro mi punto, quiero que hagamos algo juntos. Para esto, necesito que despejes tu mente y te concentres solo en mis palabras, ¿listo? Ahí vamos: quiero que imagines delante de ti un enorme vaso de agua de jamaica, si no te gusta, piensa en la que sea tu favorita. Es un día caluroso, extremadamente caluroso, el sudor en tus axilas comienza a juntarse y, de no ser por el desodorante que llevas puesto, olerías muy mal. Acabas de entrar a tu casa, luego de salir al jardín a podar el pasto. Tomas el vaso con tu mano derecha y de inmediato te reconforta el frío. Llevas el recipiente a tu boca y lo descansas en tus labios. A medida que el líquido resbala por tu garganta, todo tu cuerpo se regocija por el contacto frío y el dulce sabor. Cuando terminas, dejas el vaso con cuidado sobre la mesa, exclamando un “ah” de pura satisfacción.
¿Ves? Acabamos de crear, de la nada, un vaso, agua, una mesa, un jardín, unas sensaciones y hasta un ambiente. Hicimos magia, y sin necesidad de toda la parafernalia ridícula de un asistente, una sierra y una caja con truco. Te invito a que pienses en el poder de las palabras, y la responsabilidad que este tiene. Por lo pronto, yo voy por agua porque, no sé tú, pero a mí ya me dio sed. ¡Salud!