Una mirada a la Lisboa de Queirós

Por:Rafael Mazón

Lisboa. Estertores del siglo XIX. El azul profundo del mar lisboeta sonríe ante un nuevo amanecer. Los tradicionales azulejos de la capital portuguesa resplandecen con las caricias de los rayos solares. Los mercaderes abren sus negocios pintorescos, mientras que el polvo, transformado en oro por los besos del sol, baila a su alrededor. Las nubes sonrosadas vuelan sobre las cabezas de las iglesias. Empieza la sinfonía cotidiana: ruedas de una gran variedad de carruajes o coches de punto rechinan sobre el amaneciente asfalto; los gritos de los comerciantes vuelan, entrelazándose entre sí; murmullos de conversaciones provenientes de varios rincones, hablando sobre el retraso de Portugal con respecto a Inglaterra, o lo aburrida y horrible que es Lisboa si se la compara con Paris, sobre los cuerpos majestuosos de las prostitutas españolas que serán visitadas en la noche, sobre la relación adúltera de cualquier señorita aristócrata con el mejor amigo del marido  sobre política nacional o extranjera, sobre nacionalismo, sobre glamour y “chic”, sobre arte.

Todo lo anterior es observado desde un frondoso parque cercano por los protagonistas de la novela: el anciano Afonso da Maia, acompañado por su nieto Carlos Eduardo da Maia. El primero mira todo con unos matices de nostalgia pintados en su mirada; en su imaginación evoca su juventud dorada, rodeada de amigos ya fallecidos o largados a vivir lejos, todos enamorados de mujeres hermosas, ahora envejecidas y afeadas por el paso inexpugnable del tiempo, del posterior suicidio de su hijo, Pedro da Maia, a causa de una decepción amorosa. Todo esto enmarcado por una ciudad que cambia cada vez más rápido…

Si la belleza tuviese un rostro humano, sería el de Carlos Eduardo da Maia. Es alto, esbelto, de piel trigueña, poseedor de una refinada y arreglada barba negra. Parecería como si la elegancia hubiese impregnado cada rincón de su vestimenta. Escucha hablar a su abuelo, contándole anécdotas de juventud, mientras mira atentamente los rostros de la gente; se imagina cuál de estos seres se convertirá en su amigo, en su rival; trata de adivinar cuáles de aquellas damas serán desnudadas entre los satenes de su elegante cuarto, soltando suspiros envueltas en sus sábanas. Conoce la admiración o la envidia con que los hombres lo observan, y sonríe de satisfacción al percatarse de las sonrisas discretas, llenas de turbulento deseo sexual, que las mujeres le dedican.

Mira el panorama como un rey miraría los confines de su reino; se sabe señor y dueño de todo lo que es abarcado por su seria mirada. De repente, un rostro blanco aparece entre la multitud, rodeado por unos cabellos más luminosos que el sol, con unos ojos más azules y profundos que el mar, apagado ante tan brillante aparición. “Parece una diosa bajada del cielo, hollando por primera vez la tierra con sus divinos pies”, piensa Carlos da Maia. Sus pensamientos se encuentran, y algo en el interior de ambos se reconoce. Carlos empieza a elaborar un meticuloso plan de seducción, sin alcanzar a ver la tragedia nebulosa que se forma sobre su bella cabeza…

Todo esto, y mucho más, contiene la monumental obra maestra del escritor portugués José Maria Eça de Queirós. La extensa novela, de más de ochocientas páginas, es considerada la mejor novela portuguesa escrita nunca. Cuando la leí, y aunque pueda parecer increíble, aprecié un sinfín de rasgos similares entre mi generación y la de Carlos da Maia: nosotros ya no somos dandis, pero lo hipster, con sus tatuajes, sus perforaciones, su cabello largo (tintado en ocasiones) y sus lentes, tiene mucha similitud con esta moda finisecular ya desaparecida; creo que muchos jóvenes mexicanos podrían sentirse identificados ante la tierna relación entre el abuelo y su nieto reflejada en la novela, ya que la idea tradicional de la familia de los países del sur de Europa (Italia, España o Portugal) es bastante cercana a la concepción mexicana; Carlos y su mejor amigo, Joao da Ega, me recordaron mucho a la juventud mexiquense, asqueada y harta del lugar en el que, para bien o para mal, nos tocó nacer.

A lo largo de toda la novela, Joao y Carlos, el primero artista y el segundo médico, pudiendo usar todo el conocimiento aprendido dentro de la universidad o el talento innato que ambos poseen en mejorar, con su esfuerzo y trabajo, la situación de su país, para así moldearlo en una de sus utópicas ideas de nación, prefieren perder constantemente el tiempo pensando en mujeres, en el banquete excéntrico que los espera a la noche en el palacio de algún amigo, en los vinos exóticos que serán servidos en la cena, en la decoración orientalista del comedor y en las ardientes conversaciones que tendrán. Y estas últimas dos cosas son los pilares fundamentales que sostienen el sentido de la obra: el ornamento y la conversación. Parecería como si el autor de Los Maia quisiera atraer la atención sobre estas cuestiones, las culpables de la imposibilidad de progreso de Portugal. Mucho diálogo, pero poca acción, y mucho adorno, pero poco sentido o contenido profundo.

Es increíble darse cuenta de que el mal que aqueja a la sociedad mexicana contemporánea de pleno siglo XXI, y al mundo actual en general, es exactamente el mismo veneno social, ético y moral del mundo portugués de 1888: la inacción. A lo largo de mi vida, me he topado con una cantidad considerable de jóvenes, mujeres y hombres, llenos de talento infinito, capaces de mejorar el mundo en que vivimos si pusiesen mayor interés, esfuerzo y dedicación en su accionar. Pero prefieren vivir esperando al fin de semana, para salir a emborracharse al lugar de moda del momento. Estoy seguro que todos conocemos a alguien así. Sin hablar sobre todos aquellos que sí quieren cambiar las cosas, pero no cuentan con las herramientas necesarias para hacerlo por la desigualdad social del contexto.

En cierto momento de la narración, Carlos menciona que no vale la pena hacer algo trascendente, pues de todas maneras todos estamos destinados a morir, por lo que había que dedicar la vida a los placeres mundanos. Yo mismo he escuchado frases similares provenientes de los labios de jóvenes con los que me ha tocado convivir; yo mismo lo he llegado a pensar. Cada día el huracán de la inmovilidad nos arrastra con mayor fuerza. Todos hemos sido Carlos Eduardo da Maia en algún instante de nuestra existencia. Esto es lo mágico de la literatura: encontrarte de frente a un personaje de una novela cualquiera, escrita hace más de cien años en una lengua que no es la tuya, y apreciar lo parecido que es a ti.

Sé que en pleno siglo XXI, en una sociedad globalizada donde resultaría absurdo o ridículo sentarse a leer una novela tan larga, mi recomendación de leer Los Maia no sea muy bien recibida. Pero pienso es necesario hacer el sacrificio, acercarnos a ella para tener un referente de lo que no debemos hacer. Estamos apenas en 2020, el siglo es adolescente, y tenemos la posibilidad todavía de dejar de seguir la estela de Carlos. Finalizo con un llamado tanto a mi desesperanzada generación como a las venideras, a las más jóvenes: ¡ESFORZÉMONOS POR ACTUAR Y HACER ALGO DE VALOR CON EL REGALO DE LA VIDA!

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