Por:Rafael Mazón
Considero que uno de los placeres más exóticos, extravagantes que puede tener un lector occidental es acercarse a cualquiera de las literaturas orientales. Siempre me seducirá el ritmo, la delicadeza con la que cada palabra escrita es revestida, la sugerencia creada por imágenes de profunda sensibilidad. En resumen, recomendaré continuamente el paladear este arte literario tan distinto a nuestra visión, pero hondamente mágico, poético, sensual; aprovechemos la labor editorial, y de traducción, que cada vez amplia la posibilidad de tener en nuestras manos joyas brillantes de Oriente.
Hoy les hablaré de una de las obras maestras del novelista japonés Junichiro Tanizaki publicada entre los lejanos 1928 y 1930, hace casi cien años. La novela ha sido traducida al castellano como Arenas Movedizas, adaptación que considero pertinente por la manera en que alude a la temática del texto, pero el título original conlleva un simbolismo oriental que no debemos ignorar: Mangi, palabra que alude a la esvástica budista de cuatro puntas, signo ambiguo, sin relación alguna con el símbolo nazi europeo conocido por todos. Se ha interpretado de diversas maneras este símbolo, algunos lo relacionan con el sol, lleno de fuerza iluminadora, en donde cada lado correspondería a una de las cuatro estaciones; en cambio, otros le han otorgado un valor acuático, siendo cada pico un torbellino protector, los cuales absorben a todo espíritu maligno que busque lastimarnos.
En ambos casos, el signo, que se puede encontrar en templos budistas colocados a los pies de Buda, tiene un sentido protector. En mi opinión, el uso de este símbolo está estrechamente ligado con el devenir de la obra: cada punta sería cada uno de los amantes, dos mujeres y dos hombres, involucrados en el cuadrilátero amoroso elaborado con maestría por Tanizaki, mientras que el uso del signo manji sería una manera de intentar proteger a los enamorados frente al maligno espíritu de la pasión destructura, devoradora, desoladora.
Antes de resumir el contenido de la novela, quisiera señalar dos elementos que me parecieron trascendentales y que conllevan gran interés para los lectores: primero, la forma en que la obra es narrada por Sonoko Kakiuchi, una de las protagonistas del texto, pues ésta le cuenta la historia de principio a fin a alguien referido como “profesor” o “maestro”, lo que me hizo imaginar a Tanizaki sentado, cara a cara, frente a uno de sus personajes, escuchando sus penas, viendo lágrimas rodar por sus pálidas mejillas al recrear los acontecimientos sucedidos, como si pasasen en ese preciso instante. Segundo, me cuesta recordar alguna otra obra en donde se construya de manera tan magnífica la psicología de todos los protagonistas. Es increíble la forma en que nos hundimos en las mentes de los cuatro personajes, viéndolos maquinar sus planes enfermizos para dañar o engañar al otro, las mentiras elaboradas para no ser abandonados, las siniestras obsesiones o los oscuros deseos de cada uno, las armas que están dispuestos a usar con tal de no perder. Ahora sí, con estos elementos ya esbozados, puedo resumir la novela:
Osaka. El invierno se asoma en el horizonte. Los pétales de las flores de cerezo revolotean de un lado a otro llevados por la caprichosa mano del viento, así como en ocasiones el amor o la pasión arrastran las almas humanas a su gusto, azarosamente. Una aristocrática casa nipona rompe la continua línea formada por las arenas playeras. El mar lanza sus olas en dirección a la casa, como si fuesen sus dos enormes manos abiertas, intentando alcanzar y apresar algo que brilla dentro de los muros. La luz del sol huye despavorida, asustada, después de ver por una ventana lo que ocurre en ese lugar. El silencio es roto por dos frágiles, acompasados gemidos femeninos, los cuales se arrastran por el piso o el techo, desbordándose y cayendo de cada objeto inanimado. Una enorme, pesada puerta esconde con toda su pesadez y fuerza el secreto de los suspiros, como si lo que guardase fuese más terrible o poderoso que las pesadillas liberadas de la caja de Pandora.
Abrimos la puerta lentamente. Un aroma caliente choca de lleno con nuestras caras. Tiemblan dos cuerpos desnudos en una cama tan suave como algodón de nube. El calor enrojece la piel, hace correr sudor por las espaldas. Éxtasis. Por la ventana, el sol cierra los ojos pues se considera inapto, indigno de mirar tal espectáculo de poder, de sexualidad libre, absoluta. Hay dos manos entrelazadas, descansando encima de una almohada, perdidas entre el blancor; resplandecen piernas unidas, como los tallos de dos flores que nacieran y crecieran juntas. Sonoko Kakiuchi, la mujer casada, se levanta llenando el cuarto con la totalidad de su desnudez. Contempla detenidamente el lienzo que ella pintó cuando estuvo tomando clases de pintura, para llenar el ocio, en una cara academia de arte. El cuadro representa a Kannon, diosa de la misericordia, pintada en un estilo tradicional japonés. Admira su rostro, las dimensiones de cada uno de los rasgos faciales; después baja por el evanescente cuello divino, topándose con dos senos perfectamente redondeados, llegando a la amplia cadera, tan inconmensurable como si todo el universo estuviese encerrado ahí dentro. Compara, sigilosamente, a la diosa con la forma juvenil de la cama; mira cómo se estira, tan plena, disfrutando todavía el orgasmo alcanzado. Son iguales. Sonríe.
“Si me vuelves a abandonar, te mataré sin dudarlo”. Todo se detiene ante la sinceridad agresiva de la frase. El alma de Sonoko tiembla; sabe que Mitsuko no está jugando o mintiendo. Los ojos de ambas se encuentran, se penetran, tratan de abarcarse completamente, intentando alcanzar a ver cada recóndito lugar. Mitsuko se solaza; se sabe controladora y reina de la situación. Mitsuko mira las formas desnudas, de mujer casada, de su amante; las evoca retorciéndose en la palma de su mano, sin poder escapar. Dentro de su retorcida mente, la amante más joven imagina todas las mentiras o engaños con las cuales podrá reforzar las cadenas de Sonoko. Las hermanitas se habían separado unos meses, tiempo en el cual Mitsuko elaboró el plan del falso embarazo, para atraer a la casada Sonoko y volverla a atrapar entre sus delgadas piernas. En cambio, el primer engaño fue un juego infantil: cuando se enteró que una compañera de la academia de arte la había usado como modelo de Kannon, le propuso engañar a todos aparentando una relación amorosa, homosexual. Sonoko cayó directamente en la trampa. De repente, inconscientemente, el piso se volvió inestable, blando, húmedo, movedizo; las dos se habían estado hundiendo, paulatinamente, en esas arenas devoradoras de la pasión que se alimentaba de ellas…
En otra parte de la ciudad, encerrado entre los muros grises de su oficina, Kotaro siente un negro dolor envolver su corazón; una extraña premonición le da la convicción absoluta del adulterio de Sonoko, su esposa. Está decepcionado con el universo entero; creía sinceramente que el mundo le tendería una mano para evitar que su mujer volviese a caer en ese infierno blanco, tan suave, tan delicado, de la piel de Mitsuko. Sin embargo, aunque su desengaño es agudo, no le guarda ningún rencor a Sonoko; conoce perfectamente la perfección de la belleza de su rival. Él mismo se sintió atraído hacia ella cuando su esposa la invitó a cenar por primera vez, una noche envuelta por tinieblas tenebrosas desde las cuales, sin imaginarlo él, saldría su derrota. Su tristeza no es insuperable. Se imagina los dos pezones rosados coronando dos montañas cubiertas de nieve, de saliva; piensa que él se podría quedar con uno y Mitsuko con el otro…
Muy lejos de ahí, en un cavernoso cuarto, Watanuki Eijiro repasa las líneas escritas en un contrato. En su interior, cree con fervor en esas cláusulas; le ha otorgado a ese papel el poder necesario para mantener a Mitsuko ligada a él eternamente. Dos firmas sangrientas le deslumbran; se imagina como un guerrero total, con la victoria corriendo sutil por cada una de sus venas. Se mira a un espejo cercano: surge afeminado, delicado, frágil, más divino que cualquier diosa. Vuelve a temblar, a dudar. Apaga la luz huyendo de sí mismo. Un miembro muerto llena cada rincón de la sombra; late en su absoluta caída para hacerse presente, para ser recordado. Rutila una lágrima cual estrella luminiscente sobre un rostro de divinidad lunar. Una mano andrógina arruga un contrato ensangrentado… todo y todos son arrastrados por una tormenta de mentiras, engaños, obsesiones, secretos y pasión…