Por: Lilián Arzate
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A propósito del mes de septiembre en México, el mes patrio, me ha venido inquietando un pensamiento que a muchos todavía incomoda: nuestro origen indiscutiblemente mestizo.
Es verdad que durante todo este mes en nuestro país se respira un aire bastante patriótico. No es en absoluto una festividad impertinente en estos momentos de la historia de la humanidad, de hecho, es bastante positivo que en un momento tan difícil nos hayamos dado el tiempo de rememorar un pedazo esencial en la historia de nuestra nación, un momento que nos ha ayudado a continuar construyendo nuestra identidad. No obstante, se trata únicamente de eso, un pedazo, un fragmento pequeño de toda una gran historia que comprende desde el México Antiguo hasta el México de nuestro tiempo. Es decir, nuestro día nacional celebra la emancipación de México y, con ello, el surgimiento de una nación, motivo por el cual todos o casi todos los mexicanos sienten un orgullo hondo y sincero. De ahí que durante todo el mes vayamos gritando por los cuatro cielos: ¡Viva México! Pero, dicho grito no sólo debiera celebrar la independencia y el surgimiento de la nación mexicana, sino todos los procesos históricos que, buenos o malos, nos han colocado a toda la sociedad mexicana del siglo XXI en el escenario histórico del ser mexicano. Y para comprender ese sentimiento de mexicanidad habría que comenzar a desechar muchos pensamientos erróneos y oxidados que a la fecha siguen atormentando al mexicano.
Así pues, el ser mexicano no sólo involucra un pasado indígena, sino también un pasado hispano. De este modo, uno de los pensamientos que tendríamos que tirar de una vez por todas a la basura de nuestros males es el de la satanización de la llamada “Conquista de México”. En este punto, me adelanto a pensar que muchos ya comienzan a experimentar esa incomodidad de la que hablaba al principio. Sucede que a lo largo de nuestra formación nos hemos habituado a escuchar cómo este evento de la historia vino a alterar la existencia de una civilización, y es verdad, sin embargo, hace falta hacer una revaloración de la historia a partir de nuestro presente y desde una perspectiva muy humana. Es decir, comprendiendo las circunstancias humanas de cada una de las partes que conforman ese momento de la historia y que se trató únicamente de hombres y mujeres de una época determinada, actuando de acuerdo a los imaginarios de su momento. De tal modo habría que entender que en esa “conquista” no hubo ni una victoria, ni una derrota, sino el nacimiento del maravilloso México mestizo. Entonces, villanos o no, vencidos o no, cada parte fue pieza clave para la construcción de nuestro presente.
Con lo anterior, me atrevo a invitar a que así como nos empeñamos en recuperar la memoria indígena de nuestra cultura, recuperemos y festejemos, con el mismo afán, el legado hispano del que también estamos hechos; o mejor dicho, comencemos a celebrar dicho encuentro de dos mundos, dicha conciliación de dos grandes y majestuosas culturas que constituyen la verdadera mexicanidad, aquel sincretismo cultural que deslumbra en muchas de nuestras tradiciones más remotas.
Y localizar dichas tradiciones no es tarea difícil, no hay que escarbar demasiado para hallarlas, de hecho, volvamos a la propia celebración septembrina, ¿cómo es que celebramos dicha festividad? Algarabía y comida. Sí, para el mexicano, como para todo ser humano, la gastronomía es un punto de encuentro, un evento para compartir con nuestra gente. De este modo, pensemos en qué platillos están presentes en esta festividad: los famosos antojitos, claro. Sin embargo, a mí se me viene a la mente la imagen de un exquisito chile en nogada. Y hablar del chile en nogada en la celebración de la Independencia de México no es gratuito, puesto que su invención responde, en la tradición oral, a la misma fecha ya referida.
Sobre su origen existen diversas versiones, desde las oficiales que se encuentran en documentos del siglo XIX hasta algunas más narrativas, como la elaborada por el escritor mexicano, Artemio de Valle Arizpe. Sin embargo, haré eco a la versión que refiere a las monjas agustinas del Convento de Santa Mónica en Puebla, aquella historia que cuenta que la creación del famoso chile en nogada fue con la intención de dar un regalo al caudillo Agustín de Iturbide.
No obstante, a pesar de ser esa la historia que otorgó al chile en nogada un papel protagonista en la celebración de independencia, la verdadera historia del origen de dicho manjar, de acuerdo al arqueólogo Eduardo Merlo, se desarrolla durante la consolidación de la Nueva España. Es decir, el platillo tradicional de la celebración nacional mexicana ya se preparaba desde antes de que fuera servido como postre para el caudillo independentista. Se trata de un legado de los primeros pobladores hispanos, la mayoría andaluces, que llegaron con una herencia árabe aún muy presente, por las propias circunstancias de su historia, y que en la tradición repostera andaluza estaba inscrita ya la idea del chile relleno, sólo que se trataba del pimiento relleno de frutas. De este modo, el arqueólogo reconoce que, en el mundo novohispano, las monjas eran las mejores cocineras y que, bajo su tradición heredada, continuaban reinventando los platillos que ya conocían con ingredientes que el nuevo mundo les regalaba, como el chile poblano, el cual ya se cultivaba en la región mesoamericana desde hacía 6, 000 años.
Así pues, le debemos el chile en nogada a la unión de una tradición lejana, con la del nuevo mundo, el indígena. Dicho platillo que todavía perdura en la cocina mexicana da muestra de ese sincretismo cultural del cual somos partícipes día a día. Como el chile en nogada, podemos hallar muchas recetas más que cuentan la historia de nuestro mestizaje, un mestizaje que, por su riqueza, logró colocar tal legado gastronómico en la lista de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad desde 2010. Y lo peculiar y maravilloso de la gastronomía mexicana es, precisamente, su capacidad evolutiva. Es decir, que a partir de los tres ingredientes originarios de estas tierras: el maíz, el chile y el frijol ha logrado integrarse y adaptarse a los diferentes movimientos migratorios que, en el camino, han regalado muchos más ingredientes que han permitido que la cocina mexicana ocupe hoy en día uno de los doce lugares que la UNESCO tiene para el Patrimonio Gastronómico Mundial.
Finalmente, no sólo en nuestra gastronomía hallamos ejemplos del sincretismo que constituye nuestra mexicanidad, sino en cada una de nuestras tradiciones, como el Día de Muertos, la cual también es considerada Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad desde 2003. Asimismo, es posible encontrar esos rastros de historia en cada uno de los modos de vivir individual y colectivamente en el México de nuestro tiempo.
Con todo lo dicho, sí, pretendo que tras estas líneas hagamos un análisis sincero y libre de resentimientos no correspondidos sobre nuestra verdadera esencia mexicana; sobre los rasgos, con los que hacemos frente a nuestro joven siglo, rasgos que son producto de un encuentro milenario de mundos, producto de un remoto proceso migratorio que hoy nos permite estar aquí, y por el cual habría que celebrar no un día, sino todo el año y gritar: ¡Viva la indigeneidad! ¡Viva la hispanidad! ¡Viva el mestizaje! ¡Viva México!