
A muchas personas podrá parecerles una exageración, pero todo aquel que haya sido conmovido de manera profunda, como solo las grandes artes son capaces de hacer, sabrá una verdad antiquísima: hay libros que, tras terminarlos, se llevan un trozo de tu alma consigo.
Sé lo que pensaría mi papá si le digo esto. “Esas son pen… tonterías, tonterías, esas son tonterías”, respondería muy serio. No lo culpo. De entrada, porque su humor es bastante negro y esa es su manera de decirle a los otros que los estima, cosa que no es muy rara, al parecer. Y también, no lo culpo puesto que no comparte esa pasión conmigo. Lo cual es todavía más común.
Por eso mismo, querido amigo, si tú no tienes el hábito de leer pero tienes un amigo, hermana, primo, tío que sí, no lo juzgues cuando conozca a alguien semejante. Para los lectores, entablar contacto, por más mínimo que sea, con una persona que comprenda todo lo que nos hace sentir una obra, es un suceso mágico. Casi tan mágico como leer en sí.
Ahora bien, al decir que los libros nos arrancan una parte de nuestra alma, de nuestros corazones, no me refiero a un ritual vudú o de magia negra. De esos que, con total seguridad, mi abuelita tacharía de satánicos y blasfemos, haciendo la señal de la cruz con una mano y, con la otra, la seña para protegerse del mal de ojo. Así de mágica es Latinoamérica, ¡bendita tierra!
No. A lo que me refiero es lo siguiente: una vez que leemos un libro que nos cambia la vida, ya no hay marcha atrás. En cuanto terminemos ese texto vamos a sentir que una parte de nosotros mismos muere con la lectura. ¡Ojo! No siempre pasa. Hay libros infumables que, en cuanto los terminamos, casi siempre motivados por el deber de una tarea (bendita sea Wikipedia, por cierto), los aventamos a un lado con una expresión de felicidad en el rostro que denota: “alabado sea Cristo y todo su séquito de arcángeles, ya terminé esta basura”.
Sin embargo, hay ocasiones especiales, extraordinarias incluso, en las que un libro mueve tanto en nuestro interior que, a partir de ese momento, en nuestra vida podemos marcar un antes y un después, sin lugar a dudas. Cualquier lector, probablemente tú, que esté leyendo esto estará, a la vez, recordando algún libro que le haya causado algo parecido.
A mí me pasó, por ejemplo, con Misery, de Stephen King. Los que ya me conocen sabían que iba a hablar de uno de él, ¿qué esperaban? Citando a un emblemático personaje del folclor mexicano: “si ya saben cómo soy, pa’ qué me invitan”. Es uno de mis eternos favoritos, no el meme, sino el libro… Bueno, también. Una novela llena de tensión, que me hizo sufrir desde el momento que el desdichado escritor Paul Sheldon despierta, tras un terrible accidente que lo deja prácticamente inmóvil, en la casa de la enfermera loca Annie Wilkies, fan número uno del autor. Página a página, sentía cómo el texto me desgarraba el alma por lo doloroso y apasionante que era. Cuando terminé, sin embargo, y todo llegó a su resolución final, me sentí triste, bastante triste de saber que, nunca más, ni aunque lo releyera, volvería a experimentar esa emoción. Desde entonces lo he vuelto a leer, obviamente, pero nada se compara a esa mágica primera vez que, tras terminarlo, sentí, por un instante, que en la cabeza me aparecía la pregunta: “¿y ahora?”.
Como sé que muchos pegarán el grito en el cielo porque elegí un libro de King, un asqueroso autor cuyo gran pecado es ser famoso y exitoso (maldito él que pone en mal nombre al artista, que debe ser, siempre, un hippie ebrio desempleado que busca, irremediablemente, hacer literatura experimental que sea una fusión de las mitologías del mundo para denunciar los males del capitalismo y neoliberalismo, en honor a sus ídolos como Bukowski)… Como soy consciente de ello, pondré otro ejemplo.
Uno de los primeros clásicos literarios que leí, y que sin lugar a dudas me cambió la vida, fue La vuelta al mundo en ochenta días. Siendo apenas un niño prepuberto, me fascinaron las aventuras de Phileas Fogg alrededor del planeta. Era como si yo fuese quien vivía todas aquellas mágicas experiencias. Por lo tanto (alerta de spoiler), cuando los protagonistas descubren que han ganado la apuesta, luego de pensar que fracasaron, me emocioné como si yo mismo hubiese obtenido ese triunfo.
Ejemplos como estos podría seguir dando durante horas, días, semanas, meses y años. Que si Frankenstein o Drácula, que si Niebla o La vida es sueño, etcétera. Pero estoy seguro que nadie querría leerme durante tanto tiempo. Además, recordar tantas buenas anécdotas me va a hacer llorar. Así que, los dejo con esta reflexión: ¿qué libro te ha dolido más al terminar?