
Seguro has escuchado esta frase cientos, o quizá miles de veces a lo largo de tu vida: “el arte es subjetivo”. Es más, es probable que tú, estimado lector, la hayas utilizado en alguna ocasión, sobre todo para justificar tus gustos culposos en música, literatura o cualquier otra expresión artística. Mira, si te sirve de algo, al menos yo prometo no juzgarte si te gusta Coelho, Maluma o My chemical romance. Como diría mi abuela, a la que le mando un besote: “en gustos se rompen géneros”.
Sin embargo, me veo en la penosa necesidad de romper varios corazones aquí el día de hoy. ¿Listos para ver su infancia arruinada? ¿Sí? Va: los padrinos mágicos eran una manifestación de la esquizofrenia de Timmy Turner… Ah, no, no, ¡perdón!… Cof, cof… Les decía, ¿están listos, chicos?, (si leíste esto y en tu mente no apareció: “sí, capitán, estamos listos”, me decepcionas). El arte no es subjetivo.
Perdónenme que sea tan enfático con la tipografía. Pero no soporto esa falacia tan simplona. “El arte es subjetivo”. ¡No! Los gustos artísticos son subjetivos, el arte es objetivo. Ahora bien, muchos podrán decir: “bueno, tampoco es para tanto, ¿no?”. Una vez más, tengo que señalar su error, queridos lectores. Y aquí les voy a explicar por qué están en él.
¿Recuerdan que en la columna anterior les decía que la gente no suele respetar a las humanidades y las artes y, por ende, buscan hacerlas menos cada vez que pueden? ¿Sí? Bueno, pues este es un perfecto ejemplo de eso. Veamos. Analicemos la sentencia a profundidad. Al decir que “el arte es subjetivo”, lo que la persona está diciendo de forma implícita es que cualquiera, sin saber ningún conocimiento sobre la disciplina de la que habla, puede calificar o descalificar obras, movimientos y artistas a placer.
¿Cuál es el peligro de esto? Muy sencillo: que estudiosos del arte, como yo, o como los músicos, los que estudian artes plásticas, etcétera, somos obsoletos, innecesarios. ¿Para qué rayos me pasé cinco años de mi vida estudiando Literatura si cualquier “hijo de vecino”, como dirían en mi pueblo, puede llegar y decir que los versos que le compone a su noviecita en turno son arte?
Una vez más, la sociedad minimiza nuestra labor, rebajándola a una simple cuestión de “gustos” y alejándola de lo que en realidad es: un minucioso análisis en busca de la expresión del artificio literario que se manifiesta en diferentes niveles de sentido y es capaz de ofrecer multiplicidad de interpretaciones.
Por la misma razón, una persona como yo no puede ir por la vida diciendo que tal o cual género musical es un asco y no merece ser llamado ni siquiera música, mucho menos arte. ¿Por qué no puedo hacer eso? ¡Porque yo no sé de música! Tan sencillo como eso. A pesar de que es el argumento preferido por la gente que quiere parecer intelectual, por lo general denostando géneros como el reggeatón o el trap.
La literatura, como cualquier otra expresión artística, le exige al artista una enorme capacidad intelectual y de observación. Requiere trabajo, esfuerzo, análisis, prueba y error, correcciones, exorcismo de demonios y muchas otras cosas en la tarea que hace el escritor por expresar una visión de mundo de forma intricada, artística y estética. Y que me perdonen los dadaístas, con los que nunca comulgué sobre este respecto, pero no se puede tomar palabras aleatorias, colocarlas como sea y pretender que eso es un poema. Pensar así sería como escupirle en la cara a Sor Juana, a Góngora, Quevedo, Lord Byron, Neruda, Rilke, Baudelaire y compañía.
El arte es un objeto de estudio complejo y exigente, que no le permite a cualquier visitante observar, entender e interpretar todas y cada una de sus galerías. Es un artificio realizado con intención, pulido, perfeccionado y diseñado para estar en su mejor versión posible. Cualquier persona que pretenda acercarse a eso desde la subjetividad estará cometiendo un craso error.
En resumen: no, el arte no es subjetivo, los gustos artísticos sí lo son. Como mencioné en otra columna, nunca me gustó María, de Jorge Isaacs, o Las cuitas del joven Werther, por poner otro ejemplo. Pero nunca podré decir que no son obras con un tremendo valor artístico, en especial porque no me gusten. Eso de: “lo digo porque es mi opinión y tienen que respetarla”, no es válido en este caso. Si hiciera algo así, corro el peligro de que baje del cielo el mismísimo Roland Barthes y me agarre a cachetadas. Y eso, amigos míos, es un riesgo que no estoy dispuesto a tomar.