Por:Rafael Mazón Ontiveros
En la obra novelística del escritor mexicano Carlos Fuentes son apreciables dos principales líneas temáticas: por un lado, la experimentación y renovación del lenguaje, de las formas narrativas, y el hurgamiento en torno a la cuestión de la identidad mexicana, por el otro. Estas dos inquietudes ya son visibles en su primera gran novela La región más transparente publicada en 1958, considerada la obra precursora del llamado “boom” de la nueva novela hispanoamericana. Partiendo de la idea de que el campo mexicana ya había sido descrito con absoluta maestría en la obra Pedro Páramo de Juan Rulfo, Fuentes optó por trabajar sobre la gran urbe, la descomunal capital del país: la Ciudad de México. Esta novela se ubica en la tradición literaria narrativa de los textos novelísticos del siglo XX en los cuales el espacio de la ciudad, mitificada gracias a la literatura, es el principal protagonista de la obra, por ejemplo: la ciudad de Nueva York en Manhattan Transfer del escritor norteamericano John Dos Passos; la obra maestra de James Joyce, hablamos de Ulises, gira en torno a la capital irlandesa, Dublín; Berlín, capital alemana, es el foco principal en la novela Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin; la capital española, Madrid, en la obra La colmena de Camilo José Cela; finalmente, San Petersburgo en Petersburgo del novelista ruso Andréi Bely.
Novela extensa, exigente y ambiciosa, de cierta manera funciona como un enorme fresco de la sociedad mexicana de la época. A lo largo de sus casi seiscientas páginas nos encontramos con un cúmulo de personajes de características muy diversas, definidos por el estrato social al que pertenecen. Vemos la situación de la aristocracia porfiriana caída en desgracia simbolizada por los personajes de Doña Lorenza de Ovando o de su sobrina Pimpinela, habiendo perdido gran parte de sus bienes y propiedades durante el movimiento de la Revolución Mexicana; observamos el crecimiento social de la nueva clase burguesa dominante, enriquecidos gracias a malos manejos del propio movimiento revolucionario en el cual participan de manera activa, reflejada por el banquero indígena Federico Robles, el cual guarda inmensos parecidos con Artemio Cruz de La muerte de Artemio Cruz, y por el abogado Roberto Regules, ambos desposeídos de la elegancia, el refinamiento o el apellido de la nobleza pero desbordados de poder, influencia social y de riqueza material; miramos de frente a las esposas de los dos últimos mencionados, Silvia Regules y Norma Larragoiti, “escaladoras sociales”, la primera secretaria y la segunda huyendo de su humilde familia campesina, pobre, para poder ascender en la escala social; vemos los grandes bailes, las refinadas fiestas dadas por Bobó en su apartamento, en donde danzan como serpientes de oro la crema y nata de la sociedad mexicana, hablamos de Cuquis, Junior, Natasha, Charlotte García, Pedro Casseaux, Gus, Pichi, Paco Delquinto, Juliette, entre otro; apreciamos escenas, estampas trágicas y sangrientas de la revolución mexicana, en donde personajes como Gervasio Pola, Feliciano Sanchéz, Froilán Reyero o el mismo Federico Robles son protagonistas; contemplamos el devenir existencial de la clase intelectual, envuelta de parecido con la generación de Los Contemporáneos, y cómo los personajes de Rodrigo Pola y Manuel Zamacona, hijo perdido y bastardo gestado por el todavía campesino Federico Robles y su madre Mercedes, se desenvuelven entre aquellas brumas; observamos las pequeñas tragedias, las infructuosas luchas, el dolor eterno del pueblo mexicano, el más humilde, el más desamparado, el más necesitado, siendo pisoteado por la misma ciudad de piedra gris, como con Hortensia Chacón, condenada a esperar interminablemente las esporádicas visitas de su amante Federico Robles o de Gladys García, prostituta, violada por un familiar cuando era niña; finalmente, admiramos a Ixca Cienfuegos y Teódula Moctezuma, guardianes y defensores del pasado indígena, mágico y religioso.
El título del presente texto hace referencia precisamente a las dos caras de México, ya sea el de 1958 o el de ahora: la elite rica, millonaria que vive entre las suaves nubes del paraíso, y el pueblo humilde, pobre, azotado por las adversidades, luchando por sobrevivir en el infierno. Entre las cuestiones más interesantes de la novela de Fuentes es que todo el entramado recién mencionado se encuentra hondamente conectado, a pesar de las diferencias sociales; sin importar a qué estrato social pertenezca cada uno de los personajes, éste se encuentra relacionado a otro gracias a pequeños y casi mágicos detalles, pues todos compartimos un origen común y unas raíces iguales: la mexicanidad.
Carlos Fuentes importa de las literaturas europeas del momento un amplio abanico de nuevas técnicas narrativas experimentales, como: la mezcla de distintas tipografías para crear la división entre el pensamiento o la consciencia de los personajes y sus diálogos exteriores; el uso de la técnica del monólogo interior o el fluir de consciencia, lo que produce largos párrafos continuados, casi sin signos de puntuación, sin respiro; la recuperación de frases o refranes populares para titular varios de los apartados de la obra; la mezcla de canciones de la época con los parlamentos de los personajes. El escritor mexicano utiliza estas formas occidentales para enmarcar ciertas leyendas, costumbres o tradiciones mágicas perdidas, provenientes de las raíces prehispánicas, lo que produce que a lo largo de toda la narración nos encontremos con un sinfín de símbolos provenientes del pasado indígena mezclados con la occidentalización que silencia, esconde o hace olvidar nuestro origen. De esta manera el escritor mexicano, siguiendo la línea planteada por la corriente literaria del realismo mágico, profundiza en el mestizaje de México, en la identidad de los que nos tocó, para bien o para mal, nacer y vivir en la región más transparente del aire.