
A raíz de la muerte de uno de los mejores futbolistas de la historia, Diego Armando Maradona, en redes sociales ha comenzado a suscitarse una discusión acerca de él como persona y el legado que deja. Las posiciones son totalmente claras y opuestas: unos abogan por el innegable impacto que ha tenido “El diez” sobre el mundo del deporte, dispuestos a perdonarle todo lo mal que hizo e, inclusive, elevándolo a nivel de “D10S” (no, no estoy escribiendo de forma errónea, y sí existe una religión de Maradona); otros cuantos piden que su nombre sea borrado de todo registro histórico por los abominables escándalos en los que estuvo inmiscuido. Ambas perspectivas, a mi humilde parecer erróneas, padecen el mismo “talón de Aquiles”: son extremistas.
Que quede claro desde el principio: no estoy defendiendo a Maradona en ningún sentido. Sus penosos comportamientos extra cancha lo vuelven prácticamente imposible: abusó de drogas durante años, agredió física y verbalmente a periodistas, llegando a dispararles con un rifle de aire comprimido, así como a sus parejas. Además, ya hay tanta gente dispuesta a defenderlo que no hace falta que yo lo haga.
Por otro lado, muchos podrían preguntarse: ¿y qué tiene que ver un futbolista con una columna de literatura? Pues que el “fenómeno Maradona”, por decirlo de alguna forma, no es algo nuevo. Cuando una persona logra tanto éxito y fama en su campo, cualquiera que sea, corre el riesgo de perder su identidad como individuo para convertirse en un ícono, una leyenda, un súper humano.
Michael Jackson, Michael Jordan, Freddy Mercury, David Bowie, Janis Joplin, Amy Winehouse, Muhammad Ali, Marilyn Monroe… La lista podría seguir por páginas y páginas, y eso que estas figuras son bastante recientes, si tenemos en cuenta que son de los últimos cien años. Pues bueno, en las artes ocurre exactamente lo mismo: Da Vinci, Van Gogh, Cervantes, Homero, Poe, Bukowski, Shelley, Kahlo, etcétera. El riesgo, sin embargo, de convertir a una persona común y corriente en un símbolo es, precisamente, que se vuelve más sencillo polarizar opiniones al respecto de su obra y su legado.
Pongamos de ejemplo a Octavio Paz, poeta, ensayista e intelectual mexicano ganador del Premio Nobel y el Premio Cervantes. En los últimos años se han vuelto más y más conocidos los diferentes abusos que infligió a su esposa, la también excelentísima escritora Elena Garro. A raíz de que esta información se volvió “de dominio público”, mucha gente ha buscado hacer justicia a Elena e ir borrando de la historia a Octavio. Del otro lado, por supuesto, se encuentran un grupo de personas, liderados por académicos de generaciones anteriores, que pretenden ignorar esa información, seguir como si no existe siquiera, y mantener el status quo.
Al igual que con Maradona, el problema sobre el legado de Paz es, a mi parecer, la polarización extrema de perspectivas. ¿Octavio fue un machista y misógino que mantuvo un régimen de dominio penoso y deleznable sobre Elena Garro? Sí, todas las evidencias parecen indicar que sí. Por lo tanto, debemos buscar que la historia no lo ensalce más allá de lo que se merece. No por ser un gran escritor debemos olvidar la clase de persona que fue y el riesgo tan gigantesco que corremos, como sociedad, al normalizar y, más aún, fomentar esa clase de comportamientos bajo el argumento: “como es figura pública se le perdona todo”.
Ahora bien, ¿por la calidad humana que tuvo como individuo debemos privar a las futuras generaciones de su extraordinaria obra? No, en lo absoluto. El laberinto de la soledad es, a la fecha, uno de los mejores ensayos mexicanos y, si mucho me apuran, uno de los mejores jamás escritos en español. La forma en la que Paz muestra los tejidos de la “mexicanidad”, conformada por una preciosa multitud de perspectivas y orígenes, creando un caleidoscopio de miradas e identidades, es absolutamente sublime.
“Entonces, ¿qué sugieres?”, podrán preguntar algunos. Pues lo mismo de siempre: honestidad ante todo. Las generaciones venideras tienen todo el derecho de leer a Paz, así como disfrutar de los goles y grandes jugadas de Maradona. Pero nosotros tenemos la obligación de recordarles que deben separar al artista de su obra. Sí, El laberinto de la soledad es una joya, pero Paz como individuo no. Mientras, a la par, hacemos justicia a Elena Garro. Porque, no sobra decirlo, es inútil atacar con dureza al escritor si seguimos publicando reportajes o noticias con encabezados como: “Elena Garro, la esposa de Octavio Paz…”. Por el amor de Dios, ¡no!
En resumen, como bien dijo Aristóteles: “en el punto medio está la virtud”. Tanto Octavio Paz como Diego Armando Maradona fueron genios en sus respectivas disciplinas, pero nunca tendrían que ser considerados un ejemplo a seguir en nada que no sea futbol y literatura. Punto final. En palabras del gran Diego: “yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”. No la manchemos con la idea de que este hombre fue algo más que un gran jugador de futbol.