El hombre rebelde en La peste de Albert Camus

Por: Rafael Mazón Ontiveros

Noche. La noche más oscura de mi vida; la humanidad no ha enfrentado nunca tinieblas tan densas. Veo retorcerse el pequeño cuerpo del infante envuelto en fiebre; sus infantiles miembros hacen genuflexiones imposibles, inhumanas. Palpo los ganglios inflamados, duros, enormes como el tamaño del mundo. Abro con el bisturí los bubones que están a punto de estallar en sus axilas, en sus entrepiernas; una mezcla confusa de sangre y pus desborda el brillante filo. Mi mirada se encuentra con los ojos atónitos del sacerdote Paneloux, mientras se hinca en sus rodillas, lanzando desesperadamente gritos de auxilio al techo indiferente. El colega Tarrou aprieta su puño con impotencia; seguramente se pregunta en su interior qué haría un santo si estuviese en su lugar.

Grand me busca con su mirada, buscando soluciones para detener aquel inmenso sufrimiento; en silencio, lanza preguntas contra mi pecho, vacío de palabras, de respuestas, de reacción. Mi gran amigo Rambert, claramente, intenta huir con la imaginación del cuarto apestado; se encuentra con su ausente esposa en los terrenos de la mente, se lanza a sus brazos delgados, buscando refugiarse del dolor. Recuerdo a mi enferma esposa; quizá ya esté depositada en lo profundo de una triste tumba, o tal vez piense en mí mientras pasea por montañas llenas de colores, de olores, de sonidos, de vida. Naturaleza atascada de todo lo que falta en esta pobre habitación, en donde agoniza un inocente niño ante las lágrimas de los padres. Estoy cansado. Jamás había visto morir a un pobre niño.

Llevo apenas un par de meses luchando contra las armas de la peste, pero siento como si hubiesen pasado eternidades sobre mí, sobre cada uno de nosotros; así nos agota la guerra, arrancando cada respiro de voluntad de nuestras almas. Además, el ser humano no puede mantenerse en tensión constante, en batalla ininterrumpida durante demasiado tiempo: también necesita intervalos de amor, de felicidad. Malditas ratas. Ellas salieron a la superficie a morir frente a nosotros, liberando pulgas listas para infectarnos, cargadas del mal; ellas nos exiliaron en esta polvorienta y condenada ciudad, separándonos por tiempo indefinido de nuestras familias, de nuestros seres amados. Ya casi no logramos recordar con precisión sus amados rostros; los momentos dichosos pasados a su lado se resbalan de nuestras manos.

La peste nos ha enseñado lo absurdo, lo diminuto que eran nuestras costumbres, nuestras rutinas; ha destrozado ante nosotros el sentido de la vida. Sin embargo, entre tanta muerte y maldad, ha florecido, diminuta pero clara, una nueva flor de significado: si Dios permite la muerte, el sufrimiento de un montón de inocentes, debemos sublevarnos, con blasfemia violenta, contra sus mandatos; si esta creación permite la tortura y la maldad, hay que rebelarnos contra ella, jamás aceptando su condición villana. Debo seguir combatiendo los bubones que asesinan lentamente a este infante; no podré salvarlo, pero al menos puedo mitigar su dolor, acompañarlo hasta el final.

Tomo su pequeña y fría mano; tiembla de miedo, de pánico ante esa negra mirada que viene a arrancarlo del mundo. Es extraño, pero la tragedia general, común, nos ha acercado más; al fin hemos volteado a mirar a nuestro vecino, caído derrotado en el piso, y le hemos ofrecido nuestro hombro como apoyo para levantarlo. Nunca me había molestado la soledad, pero ahora siento una sed infinita de calor, de ternura humana; ahora sé que sin esto, que la vida sin ilusiones no merece la pena de vivirse. Esto debe ser preservado, defendido; hacia aquí debemos dirigir cada uno de nuestros actos rebeldes. Quizá la peste y la muerte vengan a visitarnos a todos nosotros, pero será una victoria suprema para la humanidad que nos encuentren unidos, tomados de las manos.

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