
Los principales beneficios de la literatura son bien consabidos para los lectores asiduos. El hábito de leer ayuda a mejorar la memoria, contribuye a la expansión de tu léxico y al buen manejo de la lengua, desarrolla la imaginación e, incluso, se sabe que puede prevenir la aparición de enfermedades como el Alzheimer. Además, claro, la literatura, al ser arte, tiene un goce estético cuyo valor vale, solo, la pena del esfuerzo. Los lectores nos regocijamos con lo mejor de las mentes más brillantes de la historia de nuestra especie.
Sin embargo, me parece que a veces podemos olvidar el efecto terapéutico que tienen las letras. En opinión de un servidor, la función principal del arte no es didáctica. Hace ya muchos siglos dejó de pensarse la literatura solo con el pretexto de lo que puede enseñarle a la gente. Por lo tanto, me resulta estéril el esfuerzo casi sobrehumano que hacen muchas personas por encontrarle una moraleja a todos los textos. No necesito que Drácula o 120 días de Sodoma me enseñen cómo vivir para poder disfrutarlos.
Ahora bien, dicho lo anterior, una cosa no tiene por qué estar peleada con la otra. Si bien no tendría que ser el objetivo primario de los artistas al momento de producir, las enseñanzas más sorprendentes pueden extraerse de los lugares menos pensados. Por lo tanto, como lectores, tenemos que estar atentos a los murmullos sabios que exhalan las letras.
La literatura, por ende, puede convertirse no solo en un pasatiempo que otorga única y exclusivamente entretenimiento, sino en un bálsamo capaz de aliviar y regocijar cuantas almas se encuentren. Aceptémoslo: muchos de los lectores nos enamoramos de las letras por la empatía que podemos llegar a sentir hacia una obra.
Recuerdo que no hace mucho leí que “a la gente le gusta pensar que alguien más comparte su dolor”. Por esa razón nos fascinan las películas, series y canciones que parecieran estar hechas para nosotros. No por nada, la mayoría de la gente tras una ruptura amorosa se rompe en dos mientras escucha música “adolorida”. Nos gusta saber que no estamos solos en el sentimiento y que, al igual que los otros, también podremos, en algún momento, superar esa etapa de oscuridad.
Este efecto de la literatura se puede apreciar, especialmente, en los lectores novatos que apenas están empezando a emprender su camino en la literatura. Veamos, por ejemplo, los libros más leídos por los jóvenes, de los que hablamos la semana pasado.
¿Por qué a los adolescentes les gusta tanto Crepúsculo? Sencillo: porque vende una fantasía amorosa de la cual muy pocos pueden escapar. ¿Te imaginas? ¿Que un vampiro, el depredador por excelencia de la mitología universal, se someta ante el amor que siente por una chica de preparatoria que, pareciera, es “común y corriente?
¿Por qué Harry Potter sigue vendiendo, año con año, miles y miles de copias? Porque está lleno de magia, literalmente, y, aun así, no escatima esfuerzos para presentar una serie de personajes que poseen las características más humanas posibles. Por eso mismo, no es raro que la gente logre aprender e identificarse tanto con Harry como con Voldemort.
Y ese proceso de análisis puede extenderse en muchos otros títulos: Bajo la misma estrella, Diario de una pasión, etcétera. Rápidamente, los lectores podemos sentir el dolor de los personajes y extrapolarlo a una situación que hayamos vivido. Cuando leemos que alguien más ha experimentado ese sufrimiento nos sentimos acompañados y, de alguna forma, la carga se hace más ligera.
Es momento de una aclaración importante, aunque sé que la enorme mayoría de mis lectores ya la saben: este fenómeno no es exclusivo de la literatura juvenil. Los grandes clásicos son una fuente inagotable y segura de ese bálsamo terapéutico. No por nada el efecto catártico es algo que se conoce desde hace muchos siglos. Cualquiera que haya leído La vida es sueño, Antígona, Niebla, La divina comedia, y muchos otros dará crédito a mi testimonio.
Con esto, la literatura nos demuestra su enorme poder de decirnos las palabras indicadas en el momento justo, capaces de cambiarnos la vida y guiarnos en el camino, arrojando una luz que destruye cualquier niebla, por espesa que sea. Ojo: que esto no te haga pensar que puedes escapar de la terapia psicológica. Eso es algo que todas y cada una de las personas, en algún punto de nuestra existencia, necesitamos vivir. Pero si el arte puede ayudarte en la búsqueda de tu propia humanidad y espiritualidad, ¡ey!, ¡qué mejor!