
En su libro, El arte de perdurar, Hugo Hiriart hace una disertación muy interesante sobre cuáles son los elementos que hacen que una obra de arte, pero, sobre todo, que un artista alcance un nivel de fama y gloria que le permita perdurar durante muchos años e, incluso, siglos. Lo anterior, a partir de contrastar a Jorge Luis Borges con Alfonso Reyes.
La pregunta con la que parte el libro es muy clara: ¿por qué Borges goza de un renombre y reconocimiento al que no puede acceder Reyes? Luego de dejar claro que la calidad literaria no es la principal razón, puesto ambos son escritores sobresalientes, como cualquiera de los lectores que hayan tenido oportunidad de revisar a ambos autores podrá confirmar, Hiriart establece varias razones por las cuales Borges es y seguirá siendo famoso a través del tiempo. Entre ellas están, por ejemplo, que sus obras tienen una visión de mundo, que creó un nuevo modo de hacer las cosas, que logró perfeccionar su género y que tenía un dominio absoluto de temas y entes literarios.
Sin embargo, me parece que existen otros elementos en juego a la hora de considerar las razones por las cuales un artista ingresa al Olimpo de la memoria, que forma parte del canon artístico mundial. Particularmente, me interesa resaltar cómo, en la mayoría de los casos, los artistas que “pasan a la historia”, sin importar la disciplina, crean un personaje de sí mismos, sea voluntario o no. Cuando un actor, músico, escritor, bailarín o pintor es recordado, por lo general la gente tiene una imagen poco realista de él o ella, es más, esa imagen suele estar severamente deshumanizada.
Sigamos el ejemplo de Hugo Hiriart. Si le preguntáramos a cierta cantidad de lectores promedio, como un famoso programa de televisión solía hacer, que nos describieran qué es lo primero que se les viene a la mente al escuchar los nombres de Borges y Reyes, las respuestas serían muy variadas.
De entrada, es un hecho que la fama de Borges lo hace más propenso a ser conocido. No obstante, además de mencionar sus obras y estilo, los fanáticos del argentino no dudarían ni un instante en hablar del personaje, del mito en que se ha convertido. Escucharíamos historias del trágico escritor que amaba los libros y, siendo ciego, fue condenado a trabajar en una biblioteca, que era su visión del paraíso. Sin duda nos describirían esa inolvidable foto de él cerca de un tigre, o aquella en donde muestra una sonrisa amable mientras sostenía un bastón. ¿Quién puede olvidar el desgarrador testimonio de Bioy Casares, su mejor amigo, acerca de la última vez en que habló con Jorge Luis? Y, por supuesto, no nos puede faltar la fabulosa supuesta fotografía que le tomaron a uno de sus cuadernos que revelaba lo estricto que era para juzgar a poetas.
El punto que pretendo dejar en claro es la deshumanización que sufrió Borges, como imagen de artista, para conformar la silueta de una leyenda, de un ser fantástico. Sin lugar a dudas, Reyes tendrá también anécdotas y detalles curiosos dignos de recuperarse, y sus lectores asiduos lo sabrán bien. Pero no se equiparan a las del argentino por una sencilla razón: Borges es de dominio público, abandonó la soledad del arte inalcanzable para entrar de lleno a la cultura pop.
Ejemplos como Borges es lo que sobra en nuestra querida y a veces tan diversa cultura occidental. Es un hecho que Frank Sinatra es conocido y reconocido por su magnífico talento, no por nada se le conoce como “la voz”. Pero, también es innegable que sus nexos con la mafia italiana le ayudaron mucho para la conformación de su imagen a nivel mundial.
Basta con mirar por dos segundos al último gran ídolo del rock, Kurt Cobain, para entender mejor este fenómeno. Sin afán de despreciar su música, de la que soy admirador empedernido, el mítico vocalista de Nirvana es justamente eso: un mito, principalmente conformado por su muerte y todas las características que lo rodearon. Basta con ir a su buscador de preferencia y verificar, al escribir ese nombre, las respuestas sugeridas.
Y esta característica no se limita al arte. Ya hablamos en esta columna de Diego Armando Maradona, un hombre cuyas fechorías y logros parecen jalarlo entre el infierno y el cielo de la opinión pública desde tiempos inmemoriales. Pero, vayamos a un ejemplo mucho menos controvertido e igual o incluso más efectivo: Michael Jordan. Hasta antes de la década de los 90, nadie se imaginaba que un deportista pudiera tener tanto impacto dentro y fuera de su disciplina. Sin importar quién era, cuáles eran sus gustos o a qué se dedicara, la enorme mayoría de la población mundial sabía a la perfección quién era el número 23 de los Chicago Bulls.
Pero, ¿esto lo consiguió únicamente con sus seis campeonatos de la NBA? No, porque entonces todos también conocerían a Scottie Pippen, su fiel escudero. ¿Será porque es uno de los mejores anotadores de la liga? Tampoco, pues a muy poca gente fuera del ámbito deportivo le suena el nombre de Wilt Chamberlain.
No. Jordan es lo que es porque se convirtió en un símbolo de lucha, de perseverancia y esfuerzo. El impacto que tuvo a nivel social, cultural y humano va mucho más allá de lo que cualquier otro deportista podría imaginarse, en una época sin redes sociales, eh, no podemos olvidarnos de eso. Y, claro, también es conocido por sus escándalos de apuestas y las terribles acusaciones sobre su presunta culpa en el asesinato de su padre.
Estoy seguro de que un gran porcentaje de la población recuerda más a Jordan por su participación en la mítica Space Jam, película casi de culto para todos los nacidos entre los 80-2000, que por cualquiera de sus méritos deportivos. Y vaya que esa lista es bastante, pero bastante larga.
Al parecer, la fama y la perduración histórica no es un lugar para los seres humanos, sino para los mitos y las leyendas que nos creamos a partir de ellos. Eso fue lo que le faltó a Reyes, ese fue su error, que él es un hombre; y Borges es casi un semi-dios.