
A lo largo de esta columna, he defendido, en más de una ocasión, que las obras de arte no deben tener una justificación didáctica de por medio. A mi parecer, reducir la literatura a su capacidad de educar a las personas sería obligarla a retroceder muchos pasos en el pasado, llevándola, casi por completo, a lo que era cuando solo se contaba con la tradición oral que buscaba impartir conocimiento mediante alegorías o metáforas literarias. Los artistas deberían tener la libertad de decir, de enunciar aquello que tratan de transmitir por medio de sus creaciones. Esa, precisamente, es la magia de las artes, en mi opinión.
Sin embargo, los beneficios “colaterales” de las artes no solo son innegables, sino que también deben ser vistos, proclamados y aprovechados. Por ejemplo, no leí Cien años de soledad para mejorar mi léxico o trabajar mi memoria; no obstante, si en el transcurso de la lectura conseguí dichos cometidos, cuánto mejor. Uno de esos beneficios, sin lugar a dudas, es la capacidad de educar a las personas en un nivel intelectual y, sobre todo, humano.
Y, como dicen en mi pueblo, para muestra un botón: hablaré desde la propia experiencia (lo cual haría muy felices a los empiristas, seguramente). Estoy convencido de que hablo por muchos hombres, refiriéndome exclusivamente al género masculino dentro de los humanos, cuando digo que la lectura del cuento “Las cosas que perdimos en el fuego”, de Mariana Enríquez, me cambió la vida.
Para todas aquellas personas que no hayan tenido la oportunidad de leerlo, trataré de explicarlo brevemente sin arruinarles el final: el relato versa sobre una sociedad argentina ficticia en la que las mujeres, hartas del acoso que sufren a diario, deciden quemarse para “arruinar” su aspecto y, de ese modo, evitar ser violentadas.
¿Por qué digo que me cambió la vida? Muy sencillo. Me parece que una constante en las personas, al menos en Latinoamérica, es la negación de los problemas que no las afectan. Evidentemente, al generalizar, no me refiero a todos, así que no te pongas el saco si no te toca. Pero he visto, hasta el cansancio, cómo la gente minimiza las dificultades de los otros… hasta que se ven inmersos en una situación similar. En México, los feminicidios no existen, hasta que la víctima es mi madre, novia, hermana, prima, sobrina, hija o una mujer cercana a mí. Las personas que sufren de alguna discapacidad, de cualquier índole, no deberían quejarse tanto; a menos de que el afectado sea directamente yo. Podría continuar con estos ejemplos durante muchas páginas, lamentablemente.
Pues, precisamente, hace algunos años, yo pensaba igual. No entendía por qué había tanta movilización por parte de los grupos feministas, por la simple y sencilla razón de que no era un problema que me importara. Es más, ni siquiera lo comprendía. Vivía, como muchas personas, pensando desde mis privilegios de hombre blanco, heterosexual y cisgénero. Y, también como muchos otros, todavía tenía el atrevimiento de enjuiciar y criticar desde mi pequeña burbuja de la realidad.
Al leer a Mariana Enríquez, me obligué a mí mismo a pensar desde la perspectiva de otra persona; tratar de caminar por la vida con los zapatos de alguien más. Y por eso, precisamente, “Las cosas que perdimos en el fuego” me parece un texto tan valioso: porque es un cuento fuerte, duro, honesto; se trata de una lanza que atraviesa por completo la “realidad” de las personas y las obliga a confrontarse con otros universos, otras posibilidades.
Sin lugar a dudas, ese momento en que me forcé a desarrollar empatía por los problemas que aquejan a otro ser humano fue un punto fundamental en mi desarrollo humano. A partir de ese instante, aprendí que, con un libro en las manos, sirve mucho más callar y prestar la mayor atención posible a lo que ocurre a mi alrededor y, sobre todo, aprendí a escuchar antes de atreverme a opinar sobre un tema que desconozco.
Toda esta anécdota no tiene como intención “colgarme una medallita” o hacerme quedar bien ante ustedes, queridos lectores, por dos razones: una, no lo quiero hacer; y dos, y más importante aún, no es ningún logro. O, al menos no debería serlo. Que, como personas, tratemos de entender los problemas de los otros, escuchándolos en lugar de enjuiciarlos, y apoyándolos en vez de ignorarlos, debería ser la mínima muestra de educación y respeto.