
Desde tiempos inmemoriales, los artistas han necesitado de la inspiración para poder producir sus obras. No me detendré a hablar de ella, pues lo he hecho en múltiples ocasiones en las diferentes entradas de esta misma columna. Muchas veces, los creadores la terminan encontrando en las obras de los otros. Leyendo un libro, escuchando una canción, contemplando una pintura o asistiendo a una obra de teatro es posible motivar a la inspiración. Por eso mismo, uno de los primeros consejos que los grandes escritores dan para la gente que quiere comenzar es nunca dejar de leer. Uno nunca sabe cuándo una línea, un verso o una escena nos pueden dar la mejor idea de nuestras vidas.
Por esa razón, en cualquier obra de arte que contemplemos es posible notar referencias, guiños, homenajes o alusiones a otras. Si bien en algunos casos esas referencias, o intertextualidades, no son tan sencillas de descubrir, pues se requiere que el lector conozca ambos textos, hay otras ocasiones en que resulta evidente a todas luces que una obra produjo a otra. Es, precisamente, de estos últimos ejemplos de los que quiero hablar en esta ocasión; para compartirles un par de casos que me fascinan y, de esta forma, los conozcan o, si ya les son familiares, vuelvan a regocijarse al verlos.
Cuando era niño, a mi hermano mayor le regalaron una colección de los libros de aventuras clásicas para niños. Ya saben, títulos como La isla del tesoro, Robinson Crusoe, etcétera, con textos más condensados y accesibles para despertar el gusto lector. Cuando ambos terminamos de leerlos, mi mamá nos ofreció libre acceso a su biblioteca. Como yo era muy pequeño, la verdad no tenía mucho interés en aquellos que no tenían ilustraciones, o “dibujitos”. Penosamente para mí, la mayoría era puro texto. Sin embargo, recuerdo con absoluta claridad uno que no leí, sino que tan solo hojeé por las maravillosas ilustraciones que tenía. Era La Divina Comedia, y las pinturas, por supuesto, eran de Gustav Doré:


Aunque no sabía de qué trataba el libro (joven e ingenuo Alex), las ilustraciones bastaban para hacerme sentir lo maravillosa que tenía que ser la obra. Cuando, muchos años después, leí ese texto, confirmé mi suposición.
El segundo caso puede que sea, a mi parecer, todavía mejor, pues combina dos cosas que amo: Metallica y Stephen King. Cuando el guitarrista Kirk Hammett estaba leyendo la novela The Stand, o Apocalipsis en español, leyó un fragmento que decía: “ride the lightning” (montar el rayo). Así fue como la mítica banda estadounidense encontró el nombre para uno de sus discos más exitosos, y también de una de mis canciones favoritas. Si no la han escuchado, los invito fervientemente a que lo hagan, y que le pongan especial atención a la letra, pues es simple y sencillamente fenomenal.
Ejemplos como estos dos existen muchísimos sobre el poder que tienen las artes de contagiarse las unas a las otras, produciendo más y más obras maravillosas. Estoy seguro de que a ustedes, queridos lectores, se les ocurrirán muchos otros, incluso mejores que los míos. Mi intención el día de hoy, simplemente, era compartirles un par que me fascinan. Gracias a estos dos casos, recordamos que el contacto entras las disciplinas artísticas siempre resulta provechoso para las artes, los artistas y, sobre todo, para los espectadores.
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