
En la columna de la semana pasada hablé un poco sobre la capacidad del arte de reinventarse constantemente gracias, en gran parte, a la enorme posibilidad de actualizar los grandes temas que han rondado a la humanidad con perspectivas nuevas e interesantes. Sin embargo, la principal razón por la cual la literatura no tiene, ni tendrá jamás, fecha de caducidad es el material que la compone: el lenguaje escrito.
Como todo buen lingüista sabe, el lenguaje humano es un sistema de signos tan maravilloso y complejo que se asemeja bastante a un organismo vivo; no por nada a los idiomas que se hablan en la actualidad en una comunidad específica se les conoce, precisamente, como lenguas “vivas”. Y, como tales, cambian y evolucionan con el paso del tiempo.
No obstante, ¿cómo y por qué se modifican los idiomas? La respuesta es muy simple: las lenguas se alteran conforme las sociedades que las emplean; van de la mano, y se mueven al compás que dicten los hablantes. Al final del día, los seres humanos somos lo que hablamos, puesto que el lenguaje está tan anclado a nuestra propia naturaleza que representa mucho más que un simple y sencillo modo de comunicarse. Los idiomas son formas de ver el mundo, perspectivas de la realidad, características de la personalidad; son, en resumen, parte muy importante de lo que nos conforma.
Por ejemplo, si bien México no es, ni cerca, el único país que tiene al español como lengua materna, para la mayoría de sus habitantes, sí es un hecho que el tipo de idioma que manejamos aquí es único, para bien y para mal. Una de las fiestas que más sorprende a los extranjeros, sin lugar a dudas, es el día de muertos. Detengámonos a pensarlo por un breve instante: los mexicanos estamos convencidos de que, un día al año, los espíritus de los muertos de nuestra familia salen de su descanso para ir a comer a nuestro lado, guiados por el olor de una planta maravillosa, sal e incienso. Algunos otros, incluso, llevan la celebración al extremo de comer en el panteón, ¡junto a la tumba! Ah, y que ni si te ocurra querer quitarle la comida al muerto, esa es la peor ofensa del mundo.
Por lo tanto, la relación que tiene el mexicano con el concepto de la muerte es único en el mundo. Y, de forma lógica, eso se ve reflejado en el idioma. Pensemos, tan solo, en las múltiples formas que tenemos para referirnos al deceso de alguien: se petateó, chupó faros, ya bailó con la más fea, estiró la pata, colgó los tenis, fue a ver cómo crecen las rosas desde abajo, se nos adelantó, pasó a mejor vida, entregó el equipo y, mi favorita, se lo cargó el payaso. Se los prometo, en cuestión de segundos se me ocurrieron diez maneras distintas para decir lo mismo, cada una más creativa que la anterior. Y, con total seguridad, existen en nuestro país muchas otras.
Esto mismo también lo podemos apreciar en contextos negativos, porque, al final, el lenguaje refleja lo bueno y lo malo de cada sociedad. No hay mejor ejemplo que el albur. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un país tan machista como México? Si bien los albures son usos de la lengua muy creativos y, en varias ocasiones, divertidos, son el reflejo del patriarcado en el que vivimos. Se trata de una lucha, constante, de la supremacía de un hombre por encima del resto haciendo referencias constantes a su falo. Además, en una nación tan homofóbica como esta, es el único contexto en el que se “permiten” esas “interacciones homosexuales” entre “machos” sin que haya un juicio negativo de por medio.
El mismo fenómeno se repite en el resto de idiomas del mundo, pues, repitiendo, las lenguas nos dicen mucho de la perspectiva de la realidad que tienen los hablantes. Al leer a los filósofos, teóricos literarios y escritores franceses del último siglo, o que manejaran al francés como lengua materna, uno solo puede maravillarse de las formas tan extrañas e inusuales de analizar el fenómeno artístico. En definitiva, más de una vez me llevé las manos a la cabeza al leer a Derrida, Focuault, Lévi-Strauss o Cixous y pensé: ¿cómo se les ocurrió esto?, ¿están locos?
La respuesta, en gran parte, está dentro del lenguaje. Al empezar a estudiar francés, lo primero que puedes percibir es que es un idioma que tiene una construcción muy peculiar. Ni siquiera me voy a meter con los problemas de la pronunciación, que por sí sola bastaría para un análisis muy profundo. Basta con observar algunas palabras para entender cómo funciona su estructura y qué le aporta a su comunidad. En francés, los números son “normales”. Cuatro es quatre, diez es dix, veinte es vingt, sesenta es soixante, etcétera. El problema aparece con el setenta, o soixante-dix (sesenta-diez). El ochenta es un paso más cercano a la locura: quatre-vingts (cuatro-veintes). Y ya el noventa es un absoluto manicomio: quatre vingt dix (cuatro viente diez).
Lo más curioso de todo, es que esta perspectiva tan única de los franceses no se limita solo a los números. Para ellos, la papa es una manzana de tierra (pomme de terre), los mariscos son las frutas del mar (fruit de mer), y si quieres ser cariñoso con tu pareja basta con que le digas “mi pulga” (ma puce).
Ahora bien, este mismo juego o análisis podríamos hacerlo con cualquier otro idioma, porque cada uno de ellos tiene el encanto que le otorgan los hablantes. Esta es la razón por la cual la literatura jamás se quedará sin materia prima. Si las personas comunes y corrientes podemos sacarle tanto “jugo” a la lengua, exprimiéndola en un sinfín de posibilidades tan maravillosas como fascinantes, ¿qué podemos esperar de los grandes artistas que consiguen adentrarse en las partículas más pequeñas de los idiomas, generando nuevas posibilidades a cada instante? En tanto las lenguas estén vivas, la literatura estará presente.
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