
Cuando estaba en el segundo semestre de la carrera, recién empezando mi vida universitaria, un profesor nos dijo que luego de estudiar sintaxis un alumno no vuelve a leer la literatura de la misma manera. La advertencia era clara: a partir de ese momento, mis compañeros y yo ya no podríamos disfrutar de la lectura sin pensar en qué tipo de oración leíamos, cuál era el nexo que unía a la subordinada con la coordinada, o dónde estaba el corte entre una y otra. Tengo que admitirlo: sí me preocupó esa posibilidad.
Los primeros meses después de ese anuncio, me costaba muchísimo trabajo no “caer” en esa trampa. En cuanto un texto dejaba de interesarme, y continuaba leyendo de forma mecánica, mi mente se quedaba vagando en ideas tipo: “oración cuatro, coordinada con dos, ilativa yuxtapuesta”. Un par de párrafos más tarde me daba cuenta de mi distracción y tenía que volverme al último punto que recordaba con claridad. Admitámoslo: creo que a todos los lectores nos suele pasar esa distracción de vez en cuando; quizá no del tipo sintáctica, eso sí.
Sin embargo, y por fortuna para mí, pronto aprendí a sacarle provecho al aprendizaje de la sintaxis, y comencé a usarlo a mi beneficio. Ya no me distraía del texto tratando de hacer un análisis de oraciones; por el contrario, el conocimiento del tipo de discurso del escritor me permitía disfrutar su arte en mayores niveles. Entendía mejor cómo se orquestaba su estilo y apreciaba más la dificultad de realizar el arte. Es más, gracias al conocimiento sintáctico, sabía más de la materia prima que los escritores explotaban y transformaban. Y estoy seguro de que lo mismo les sucede a los artistas.
Hace unas semanas, platiqué con unas personas acerca de qué necesita una persona “común y corriente” para convertirse en un artista. Mi postura es clara: no hay nada más importante para un aprendiz de cualquier disciplina que el estudio. Quizá la sentencia, así sola, es muy polémica. Podríamos caer en la conclusión, errónea, de que todos los escritores, pintores, escultores o músicos necesitan, forzosamente, ir a la universidad. No es así. Ese tipo de institucionalización del arte la pone en riesgo, en lugar de beneficiarla.
No. No me refiero a que un artista deba recibir una instrucción rígida del tipo profesor-alumno para producir de la mejor forma posible. Pero, sí es fundamental que cualquier persona en la búsqueda por desarrollar sus habilidades artísticas estudie, lo más profundo que pueda, las técnicas y herramientas clásicas de su campo. Como ya he manifestado con anterioridad en esta columna: la primera gran obligación de un artista es empaparse de conocimiento sobre su disciplina. Es decir, si quieres ser escritor, necesitas leer muchísimo; si deseas convertirte en músico, debes ser una fonoteca andante; o si buscas ser un pintor tienes que ver una enorme cantidad de pinturas, al grado de que puedas cerrar los ojos y recordarlas hasta el más mínimo detalle.
Parece mucho trabajo, ¿no? ¡Pues lo es! Pero es crucial que un artista busque aprender todos los días sobre lo que sus colegas producen. Eso le permitirá entender, de la mejor manera posible, los mecanismos que conforman las grandes obras de la historia. Y, una vez que los conoce, puede reproducirlos; o, si es lo suficientemente bueno, quizá sea capaz de hasta transformarlos.
Vamos con un par de ejemplos de autores que me fascinan y que cito a la primera oportunidad que se me presenta. Número 1: Juan Rulfo. No es secreto que este sensacional escritor mexicano se especializó en la creación de voces auténticas. Cuando uno lee a Rulfo es capaz de, prácticamente, escuchar a los personajes hablándole al oído. La maestría de este hombre llega a tal punto que no solo hizo diálogos maravillosos, sino que logró llevar la voz hasta a sus narradores:
“Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el ‘rezonga ángel maldito’ cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas” (Rulfo, 2017: 221).
Este fragmento pertenece a su cuento “Acuérdate”, que está narrado de principio a fin con este “tipo” de voz. Es imposible que un mexicano lea esto y no recuerde a varias personas de su vida que hablaban idéntico. ¡Mi abuela habla así! Pareciera que Rulfo iba por las calles grabando gente para luego regresar a su casa para transcribir lo que oía. Y, si bien el afilado oído del escritor tuvo que ver algo en el proceso, puedo afirmar, sobre la tumba de mis ancestros, que Rulfo debía ser un conocedor absoluto de los grandes escritores de diálogos.
Ejemplo número 2: Julio Cortázar. Sobre este escritor argentino y su capacidad de renovar técnicas narrativas podríamos escribir una docena de libros. Ahora solo usaré un fragmento corto de un cuento suyo llamado “La señorita Cora”:
“El pobre debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a un príncipe” (Cortázar, 2016: 88).
Va la explicación: este cuento relata los días que pasó un muchacho en el hospital a causa de una apendicitis. En el relato hay cuatro o cinco narradores distintos, y los cambios entre uno y otro no solo son constantes, sino que son prácticamente invisibles. En el fragmento, tan solo, hay dos cambios “abruptos” de voz narrativa, ¡en tres renglones! Y la lectura es tan ágil que ni siquiera se siente con fuerza el cambio, sino que Cortázar lo realiza con la suavidad de su pluma tan maravillosa. ¿Tienen idea lo difícil que es eso? Tomó varias voces y las fundió en un diálogo armónico y brutal sin la necesidad de usar signos para “ayudar” al lector.
Esa clase de innovaciones solo son posibles con dos ingredientes: una genialidad bárbara y, sobre todo, un amplísimo conocimiento de la materia prima. Gusten o no, es un hecho innegable que tanto Cortázar como Rulfo eran grandes conocedores de su arte, y lo demostraban a cada instante, reinventando la literatura una palabra tras otra.
Estoy seguro de que para ellos, y para todos los sensacionales artistas que ha habido a lo largo y ancho de la historia mundial, sin importar la disciplina, el estudio es una pieza clave en su desarrollo profesional. A partir de él, estos genios construyeron su patrimonio, y le dieron potencia a su infinito legado.
Fuentes
- Cortázar, J. (2016). Todos los fuegos el fuego. Ciudad de México: Debolsillo.
- Rulfo, J. (2017). El llano en llamas. 3ª ed. Madrid: Ediciones Cátedra.
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