
Una de las primeras preguntas que se le realizan a un artista, ya sea reconocido o no, es: ¿por qué se dedica al arte? Por alguna extraña razón, a la gente nos resulta muy interesante cuál es la razón que llevó a un gran creador a convertirse en lo que es. Queremos saber sus motivaciones, cómo se dieron las circunstancias alrededor de su primera obra.
Y las respuestas pueden ser tan variadas como las personalidades excéntricas que parecieran estar reservadas a los creadores más sorprendentes. Algunos apelarán, sin lugar a dudas, a un sentimiento moral, o a una responsabilidad social. “Es mi deber como artista denunciar aquello que veo”. Otros cuantos señalarán a su arte como una extensión de su ser, de su expresión humana. “Si no fuera por mi pintura / escritura / música / escultura / danza, no podría lidiar con la difícil realidad”. Y no faltará quien intente recurrir a la humildad, quizá falsa, para llamar a sus creaciones un simple y sencillo “pasatiempo”. “No, si nomás esto me relaja, es como mi hobby o mi terapia”.
Ahora bien, no se me malentienda, no estoy criticando ninguna respuesta a esa pregunta. Como artista, o al menos como “intento de artista”, creo que cada uno de mis colegas tiene derecho a pensar y decir cualquier cosa que le haga sentirse “cómodo”, por decirlo de algún modo. Es más, estoy convencido de que, para la mayoría de nosotros, este cuestionamiento es tan profundo que necesitamos recurrir a una suma de todas las anteriores, más otras cuantas que nos podamos sacar de la manga.
Sin embargo, yo he contestado a la pregunta “por qué escribes” cientos de veces, y la mayoría de esas ocasiones respondo de la siguiente forma: “porque me gusta jugar a que soy dios” (especial atención a esa “d” minúscula, para no meterme en problemas con ninguna religión, o con ninguna de mis abuelitas). Y si bien esa frase comenzó como un chiste, como casi todas las tonterías que yo hago, a medida que pasó el tiempo la fui interiorizando y, hoy en día, la acepto como la razón principal por la que escribo, incluso esta misma columna. A continuación, les voy a platicar un poco sobre mi razonamiento detrás de esta oración.
Lo único de lo que puede estar seguro cualquier ser humano es de su propia finitud. Todo lo demás en esta vida es el resultado de una constante lucha. El amor, la comida, el dinero, la felicidad, el bienestar, la familia, la risa o la pasión están bajo amenaza perenne, y no siempre las personas pueden contar con ellos. La muerte es el destino final que compartimos como especie, y aquello de lo cual jamás podremos escapar.
Basta con aprender un poquito de anatomía para descubrir lo frágil que es la vida humana. Una persona “sana” puede morir por circunstancias y situaciones absolutamente simplonas, a un grado quizá ridículo: el tamaño de una vena, la predisposición genética de una célula, el mal funcionamiento de un órgano, un golpe propinado en el momento y lugar precisos, etcétera. Es más, el ser humano es tan débil que puede morirse por dormir en mala posición, ¡por dormir en mala posición!
Y no obstante todo esto, de acuerdo con diversas mitologías, esta “fragilidad” humana era envidiada por los dioses. Esos seres supremos que estaban “condenados” a mirar los siglos pasar, observaban con recelo a esas criaturas torpes y bípedas porque ellos no podían transmutar, modificarse. Para nosotros, una vez más, de acuerdo a muchas religiones, existe la posibilidad de una vida más allá de esta, es decir, existe la posibilidad del cambio. ¿Por qué creen que Zeus, y compañía, se la pasaban cambiando de forma? Además del sexo, claro.
Pero, como toda en esta vida, esa capacidad de transmutación venía acompañada de un precio, bastante alto por cierto: la posibilidad del olvido. Como nuestra existencia en este plano de la realidad no es eterna, y como somos un montón, muchos de nosotros estamos “condenados” a ser olvidados tan pronto morimos. Por más que nuestras familias lo intenten, a través de fotos, anécdotas y recuerdos escritos, llegará un punto en el que, a medida que pasen las generaciones, nuestros bisnietos o tataranietos vean una foto nuestra y digan: “¿y este quién carambas es?”.
Ah, y no se crea que esto se deba a una falta de esfuerzo por parte de nuestra especie. No, no, no. Todo lo contrario. Si algo le interesa a la humanidad mientras está con vida es dar cuenta de su existencia. Y por ello se realizan monumentos, se construyen estatuas, se guardan registros y se cantan “alabanzas”. Pero, otra vez, para la mayoría de nosotros llegará el día en que nuestro nombre sea, tan solo, otra mancha más en una hoja de papel, o en una computadora.
Ahí es donde entra el arte en juego. Decir que escribo porque “me gusta jugar a ser dios” no se limita a la creación de un universo, uno en el que yo puedo controlar cada mínimo detalle a la manera de un ser supremo, omnipotente y omnipresente. No. También es un intento de dar cuenta de mi existencia, un esfuerzo “sobrehumano”, y que valga la ironía, por vencer la barrera de la muerte y dejar un legado, una serie de huellas en el desierto que no sean borradas con la simpleza del paso del viento.
Los artistas somos escaladores tratando de subir el monte Olimpo, falsos ladrones preparados para el arrepentimiento en el último momento de nuestras existencias, espíritus humildes dispuestos a ceder nuestra vida para los astros, caballeros orgullosos deseosos de ser empujados a través del océano en una barcaza en llamas. Los artistas queremos codearnos con los dioses pues tenemos un miedo rotundo a la condición mínima que establece nuestra identidad humana.
Por eso escribo, porque el arte es lo único que me permite la posibilidad de realizar una transmutación eterna, y grabar mi nombre en letras de oro sobre el campo celeste de la civilización humana. Escribo porque es lo único que me permite jugar a ser un dios.
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