
Hace un par de entradas, al hablar de la literatura infantil y juvenil, me vi forzado a realizar un proceso de reflexión que, a causa de la agobiante rutina, no siempre frecuenta mi fluir psíquico. La pregunta que llegó hasta mí fue: además de la ya comentada, ¿qué otras literaturas están relegadas a la periferia?, ¿y cuáles de esas lo están de forma absolutamente injustificada?
Luego de un tiempo pensándolo, uno no tan largo, dicho sea de paso, la respuesta obligada que apareció en mi mente fue la de la literatura gráfica. Y me refiero a todas sus expresiones: desde las ediciones ilustradas de libros famosos, como la belleza que subí a mi cuenta de Instagram, y que son admiradas y resguardadas por los amantes de los libros; hasta la forma más “banal y pueril” de la literatura, según muchos: los cómics.
Aceptémoslo: muchos de los grandes lectores comenzamos a forjar nuestros primeros pasos, a contarnos nuestras primeras historias, gracias a las maravillosas anécdotas de superhéroes y superheroínas que salvaban al mundo de formas tan extrañas como sorprendentes. Sin embargo, esos relatos, donde figuran personajes de la talla de Spider-man, son usualmente criticados y menospreciados por “los grandes conocedores de las letras mundiales”. ¿Por qué?
La respuesta es tan simple como repetitiva: porque odiar está de moda y, al mismo tiempo y por ende, porque odiar algo de moda le permite a muchos individuos acercarse a la fantasía de tener una “identidad propia”, importándoles poco que esa identidad, así como todo lo que produzcan a partir de ella, esté cimentada en el suelo más pantanoso posible.
Como a todo a lo que aborrecen esta clase de personas, los cómics y las historietas no deben su mala fama a una pobreza artística, ni mucho menos. Todo lo contrario, algunas de las grandes hazañas literarias en cuanto a desarrollo de personajes, creación de ambientes y escenarios, secuencias narrativas y diferentes capas en la trama han salido de esta clase de producciones. Si no me creen, basta que se empapen un poco del universo, o, mejor dicho, universos que han desarrollado los grandes escritores detrás de una máscara, un traje o una capa.
Es más, yo mismo estoy cometiendo un crimen abominable al pretender la defensa de la literatura gráfica única y exclusivamente desde la trinchera de los cómics de superhéroes. Pero, considerando que son, precisamente, estas historias las más atacadas por los “conocedores de pipa y guante”, que en realidad solo intentan llevar su aversión hacia Hollywood y sus producciones a un plano de debate profundo, infructuoso por cierto, creo que se me puede perdonar semejante atrevimiento.
Recuerdo, con absoluta claridad, la polémica que surgió al respecto en redes sociales, y entre algunos individuos de mi facultad, en noviembre de 2018. Tanto Stan Lee como Fernando Del Paso murieron en un espacio de apenas días; el primero el día 12, y el segundo en el 14. Para mí, y para muchos otros, esa misma semana perdimos a dos extraordinarios creadores que aportaron muchísimo a las artes, cada uno desde su rama.
Ahora bien, con esta comparación no pretendo decir que Stan Lee fue mejor que Del Paso o algo por el estilo, como muchos individuos creyeron en su momento. En lo absoluto. Para mí, Fernando Del Paso es y será uno de los mejores escritores mexicanos y latinos de la historia, por mucho.
No obstante, reconocer la calidez y el valor artístico de uno no debe estar ligado a la aniquilación del nombre del otro. Stan Lee es el responsable de varios de los mejores personajes literarios de la historia, le duela a quien le duela, y también a él le debemos excelentes momentos así como, por qué no decirlo, las primeras fantasías de millones de infantes en el mundo.
Lo que esos pseudointelectuales trataron de hacer aquella vez es absurdo y, la verdad, un sinsentido completo. Sería como decir que, a causa de la grandeza de Michael Jordan, lo que LeBron James, “Magic” Johnson o Larry Bird hicieron no vale nada; o que, por culpa de Guillermo Del Toro, las producciones de Cuarón valen menos.
La única realidad que debemos entender tras esta breve disertación es el hecho de que la literatura gráfica tiene un valor equiparable con todas las demás producciones de esta maravillosa disciplina artística. Y que, en lugar de frustrarnos pensando en preservar una supuesta “pureza” de la literatura del texto escrito, como lo haría un boomer amargado defendiendo al lenguaje “tradicional” y tirándole basura al inclusivo, sin el más mínimo argumento válido, deberíamos tratar de disfrutar todo lo que la diosa Literatura tiene para ofrecernos. O, al menos, dejar en paz a los que así lo decidan.
Recuerden, amiguitos, solo los niños malcriados se burlan de sus congéneres al superar la barrera de leer “sin dibujitos”, pues les da la falsa ilusión de una madurez alcanzada, cosa que buscan todos los infantes y pubertos del mundo. Ah, y por si acá sigue un necio que continúe pensando la forma de contradecirme, cosa que dudo ampliamente, recuerda: si tus acciones son equiparables a las de un niño, que no tiene la capacidad mental de un adulto, mándame un mensaje privado. Con gusto te puedo pasar el número de mi psicólogo. Si funcionó conmigo, ¿por qué no debería ser igual para ti, amiguito?
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