
Como estudiante, profesionista o trabajador relacionado al mundo artístico, sobre todo en países como México, existe una pregunta que aparece de forma constante en nuestra labor cotidiana: ¿por qué la mayoría de gente se muestra indiferente a las artes “elevadas”, si la palabra es válida?
No quiero decir con esto que las personas no disfruten o consuman arte y entretenimiento. Todo lo contrario. Si algo nos ha enseñado la pandemia, en estos casi dos años de existencia, es la enorme necesidad que tenemos los seres humanos por contenidos que nos ayuden, simple y sencillamente, a pasar el tiempo. La música, por ejemplo, resulta la muestra perfecta de cómo no hay un solo individuo que pueda resistirse a los gustos artísticos de vez en cuando.
Sin embargo, mi pregunta gira en torno a las obras artísticas de un consumo más “difícil”. Todas las disciplinas cuentan con esta clase de creaciones en las cuales el espectador debe realizar un proceso de reflexión y pensamiento de mayor profundidad para poder acceder a su comprensión y, por ende, al goce que estas traen consigo.
La pregunta debe ser reformulada, entonces, hacia una idea mucho más concreta: ¿por qué algunas obras son más exigentes que otras, provocando, generalmente, una respuesta mucho más indiferente por parte del público? A mi parecer, la respuesta resulta lógica si consideramos la naturaleza propia de las artes.
Cualquier disciplina artística necesita de público. No solo desde un punto de vista económico, sino, inclusive, vital. Como bien entendieron los teóricos de la recepción, a la obra de arte la “hacen”, la completan, tanto el autor como el espectador. Una canción no es nada sin quién la escuche, los teatros morirían sin un rastro de público, y la literatura es cruelmente asesinada si no se le otorga lectores dispuestos a devorarla.
El inconveniente, pues, recae en los mismos espectadores que no mostramos la atención suficiente para interiorizar la obra que se nos presenta en medio. Ese es el “problema” con las artes, que, para entenderlas, exigen de los sentidos más atentos de los que puedan disponer las personas a su alrededor. Sin ese ápice de compromiso por parte de los espectadores, las obras de arte no son más que objetos comunes y corrientes.
¿Nunca han ido a un museo y se han enfrentado al patético escenario de gente caminando sin rumbo, con prisa, y sin prestar atención a las pinturas, por ejemplo? ¡Yo también! Resulta espantoso. ¡Qué ganas de tomar a las personas por los hombros y agitarlas de forma violenta! ¡Qué ganas de gritarle: si te la vas a pasar viendo las obras como si fueran cubiertos, mejor ni entres; vete a comprar un helado o algo!
El arte exige atención, sentidos críticos dispuestos a confrontársele en todos los sentidos posibles, hasta que tanto ella como el espectador cambien a causa de ese contacto. Las obras son demandantes, no lo niego, pero prometen redituarte el esfuerzo como lo haría el más caritativo de los dioses: ¡al ciento uno por ciento!
Ojo, con esta pequeña reflexión no quiero decir que, entonces, siempre que una obra no le guste a alguien significa que la culpa es del espectador. Para nada. Como todo en la vida, el arte también depende de gustos. Es normal que encuentres algo que no te haga sentir, que no te llene. Pero, si enfrentas el arte con la atención que se merece, al menos podrás comprenderla. Y ese siempre es el primer paso hacia el amor más sincero.
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