La carta: un género alucinante

Por: Alex Haro

En palabras simples y llanas, lo que diferencia a un texto literario de cualquier otro tipo de documento es la intención. Cuando escribimos una noticia, un mensaje de Whatsapp, un oficio, un artículo de investigación o cualquier otra redacción, lo más importante es la información que intentamos transmitir. Lo mismo ocurre al hablar. No por nada, la comunicación oral y la escrita son tan cercanas.

Sin embargo, este no es el caso de la Literatura. Ojo, no digo que el mensaje que se transmite no sea importante, en lo absoluto. Pero al hacer arte, los escritores tienen en mente tanto la forma como el fondo del texto. Es decir, es igual de relevante para ellos tanto lo que quieren decir, como la forma en la que pretenden transmitirlo.

El ejemplo perfecto de lo anterior es la poesía. En ella, los artistas son capaces de fundir los mensajes más potentes del mundo, con las palabras y el orden idóneo para que, además de transmitir una idea, cada fragmento de la obra suene de un modo peculiar. Por eso mismo, reitero una idea que ya he mencionado en esta columna con anterioridad: la poesía se lee en voz alta, sino la matas.

Ahora bien, un subgénero que me parece tan fascinante como la poesía por razones muy similares, es el epistolar. Las cartas están muy hermanadas con los poemas en ese sentido. Al final de cuentas, la intención primaria de toda epístola es transmitir un mensaje, puesto que, antes de la invención de los métodos de comunicación actuales, las personas no tenían otros mecanismos para comunicarse a largas distancias.

No obstante, ¿qué ocurre cuando esta acción cotidiana, la simple y sencilla transmisión de una idea para compartir una noticia o actualizar a tu interlocutor, se mezcla con la Literatura? Pues, de nueva cuenta, fondo y forma se mezclan a la perfección. Ejemplo idóneo de esto son las novelas epistolares.

En esta clase de relatos, toda la acción se mueve a partir de un diálogo entre narradores distintos, lo cual me parece sencillamente interesantísimo. Y, por si fuera poco, a diferencia de otros narradores que nunca dejan claro su conocimiento sobre el otro, aquellos que están detrás de las cartas tienen perfectamente claro que, al menos, hay un destinatario para lo que están redactando, y eso sin contar siquiera al lector que engulle la información con cierta vergüenza.

Digo vergüenza porque, nos guste o no, leer una novela epistolar le agrega cierto valor de prohibición al placer de la lectura. Sabemos que, de cierta manera, la carta no está pensada para que nosotros la leamos, al menos no por el personaje que la redacta, y eso otorga un goce adicional que ningún otro subgénero puedo otorgarnos.

Por eso mismo, las construcciones a partir de epístolas son tan amadas por los lectores; porque demuestran que, de la manera más simple y sencilla, la Literatura también nos puede entretener como lo haría escuchar el chisme del día en mi colonia. Admitámoslo sin tapujos: nos gusta la lectura de cartas porque nos encanta el chismecito. “Y san se acabó”.

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