
“Quien durante decenios ha tomado somníferos, no podrá dormir, desde luego, si le son quitados”
Sigmund Freud
La manera en la que, Sigmund Freud, fascinante médico de origen Austriaco, aborda el tema de la religión es sumamente interesante, toda vez que parte desde el psicoanálisis, método que tiene como objeto de estudio el inconsciente, aquella región de la mente donde la psique tiene su origen y que representa el lugar de las pulsiones, los impulsos irracionales y todo tipo de deseos inconfesados que exigen determinadas satisfacciones y que, al mismo tiempo, no pueden ser expresadas con absoluta libertad debido a diversos mecanismos de represión en relación a la moralidad introyectada por parte del individuo.
Intentar comprender la estructura de la mente humana y el material psíquico que se halla dentro de la misma, es el camino propuesto por Freud en aras de entender la forma en que las sociedades y la cultura misma se estructuran. En este sentido, para el padre del psicoanálisis, resulta imprescindible asumir que existe una fuerte carga pulsional y afectiva en todo tipo de relaciones humanas; lo cual implica, a su vez, una renuncia y un necesario control de las tendencias destructivas, antisociales y anticulturales que surgen de manera inconsciente en los individuos.
La única manera de conservar la cultura es a partir de la represión de las pasiones connaturales al ser humano, convirtiéndose así, desde la compulsión al trabajo hasta la renuncia total de lo pulsional en los elementos que sostienen el andamiaje moral de las sociedades humanas.
Sin embargo, el deseo y la pulsión siempre continúan latentes como parte constitutiva de nuestra propia antropología, manifestando una contradicción en la psique del individuo (neurosis, malestar en la cultura) que se traduce en frustración ante la incapacidad por parte de los sujetos para realizar efectivamente sus deseos frente a la prohibición de la norma.
Es así como el arte, la filosofía, la literatura y la religión surgen a manera de productos culturales sublimados (farmakones) que tienen la función de satisfacer de maneras más “nobles y humanas” las pulsiones y los deseos que tienen su origen en lo más primigenio e instintivo de la estructura antropológica. De esta manera se explica cómo es que la tarea principal de la cultura es, precisamente, la de protegernos de la naturaleza y los instintos destructivos que subyacen en los individuos.
Es este sentimiento de la necesidad de ser protegidos frente a los peligros del exterior y la hostilidad de la naturaleza circundante, el que dará origen a la religión como producto cultural que sustituye de manera magnífica los vínculos más primitivos de la relación filial y ambivalente del padre y el hijo, es decir, que la religión obedece a un arquetipo infantil que puede ser rastreado, de acuerdo a Freud, desde la estructura psíquica individual cuyo complejo paterno le impele a la búsqueda de satisfacción de sus necesidades narcisistas y de protección ante los peligros externos.
De tal suerte que Dios, no cumple otra función más que la del padre biológico que procura y protege ante las inclemencias y la hostilidad de la existencia, es sólo que ahora este gran padre, en su omnisciencia, es capaz de satisfacer de manera cabal todos los deseos del individuo porque para él “todo es posible”; lo cual, según Freud, representa una terrible ilusión que tiene su génesis psíquica en la ilusión del cumplimiento de los deseos más intensos y urgentes de la humanidad:
“Lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos… aunque… la ilusión no es necesariamente falsa, vale decir, irrealizable o contradictoria con la realidad” De tal suerte que “llamamos ilusión a una creencia cuando en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo; y en esto prescindimos de su nexo con la realidad efectiva, tal como la ilusión misma renuncia a sus testimonios”
Es por ello que la religión surge de una estructura antropológica cuya principal característica es el deseo y la búsqueda de satisfacción del mismo, por medio de un movimiento negativo y retrospectivo, que busca la configuración y el origen de la subjetividad asumiendo, precisamente, dicha negatividad y vacío como condiciones originarias de la constitución ontológica de todo ser humano.
Es decir, que el movimiento infinito de la negatividad presente en la religión como creación cultural es, paradójicamente, el mismo movimiento que permite develar la estructura primigenia sobre la que subyace toda subjetividad; sin que, al mismo tiempo, pueda positivizarse por completo (ya no hay una representación constitutiva de Dios) la estructura primigenia que genera el propio movimiento dialéctico de recuperación o -vuelta a los orígenes-
Entonces, la ilusión consiste en el autoengaño y el desplazamiento de las pulsiones intra-psiquicas presentes en el sujeto, hacia un Padre externo a quien atribuimos la creación del universo y del orden moral que ha de regir el mundo. Es aquí donde los filósofos deben hacer sus concesiones a la religión y actuar “como si” la moral y todas las pautas sociales establecidas por la misma por mandato divino, existiesen debido a un principio de unidad al que llamamos Dios. Sólo así, este gran Padre se convierte en el garante que permite domeñar las pulsiones asociales presentes en los individuos, un verdadero protector de la cultura y la humanidad.
Entonces, de acuerdo a Freud, la religión podrá ser la neurosis obsesiva humana de alcance universal que surge de manera análoga a la del complejo de Edipo irresuelto en los individuos; sin embargo, la utilidad práctica de la misma es innegable y la satisfacción consoladora y cumplidora de deseos que es capaz de ofrecer ante el desvalimiento de la naturaleza humana hacen de la misma un instrumento que, lejos de embrutecer ante la supuesta mera ilusión, moraliza de maneras que ningún otro producto cultural es capaz de hacer. Así, se trate de lo uno o lo otro, es decir, alucinación beatífica o auténtica relación con Dios, la religión humaniza y otorga esperanza ante el porvenir de una civilización eternamente decadente.
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