
En anteriores entradas a esta su columna de confianza, si usted hace el favor de seguirla con suficiente regularidad para sentirla tan suya como mía, he hablado de cómo el libro de literatura es un objeto especial ya que su existencia depende tanto del autor como del lector. Es decir, la obra de arte literaria es el único texto que necesita, forzosamente, de la presencia del lector para completarse. ¿No les parece algo mágico?
A mí, particularmente, me parece la esencia más peculiar de todas. Piénsalo por un momento: el texto que estás a punto de leer, si no tienes nada a tu lado corre a tu librero y toma la primera obra literaria que encuentres, va a cambiar a medida que lo leas. Es como una construcción a la que tú le agregas paredes, o un delicioso platillo de comida al que puedes adicionarle desde pequeñas especias hasta grandes e importantes ingredientes.
Esto lo supe desde el momento en el que me enamoré de la literatura, y desde entonces esta condición me resulta absolutamente fascinante. ¿Por qué estas cuantas palabras que a mí me conmueven hasta emociones alucinantes a fulano o zutano no le producen ese efecto, pero otros libros sí? ¡Maravilloso!
No obstante, apelando a la honestidad y sin tratar de ser pretencioso, esa peculiaridad de la literatura cobra una significación distinta cuando eres escritor. Me explico por medio de una anécdota: como sabrán, yo tuve la oportunidad de publicar un libro a principios del año pasado, su nombre es Quimeras bajo la cama y lo pueden encontrar fácilmente en MercadoLibre o comprarlo a través de un servidor. Constantemente, a causa de esa obra, puedo platicar con personas que lo leen, en especial estudiantes que lo consumen para la escuela.
Establecido el muy necesario contexto, ahí va la historia: en la más reciente presentación con lectores que tuve, un estudiante me hizo una pregunta muy interesante, misma que escribiría aquí, pero prefiero evitar el spoiler por si alguno de ustedes no ha podido leerlo y le interesa. Básicamente, el alumno me pidió que corroborara una interpretación bastante “densa” que había hecho sobre un cuento. Luego de que yo comenzara mi respuesta con el protocolario “qué buena pregunta”, aunque en esa ocasión fue cien por ciento honesto, tuve que detenerme un momento a pensar qué diría a continuación.
Tras notar que, efectivamente, la interpretación del alumno no solo era válida, sino también bastante buena, pensé mis dos opciones: fingir conocimiento pleno o admitir mi ignorancia. Opté por la segunda. Tuve que reconocerle al estudiante que esa significación jamás se me había ocurrido, ni por un instante, hasta el segundo en que él me la presentó. Su expresión fue invaluable. Durante un breve instante su cara exclamó: ¡¿cómo?, si usted lo escribió!
Lo que le dije fue la misma idea de esta columna: el lector de la obra hace un trabajo tan importante al “jugar/reproducir” el texto que termina por completarlo. ¡Así de crucial es su participación en el proceso creativo! Esto es lo fascinante de la literatura: si cada lector termina por “hacer” al libro, ¿cuántas diferentes versiones hay de un solo texto?, ¿cuántos Quijotes habrá?, ¿cuántas Ilíadas?, ¿cuántas Odiseas?
Entonces, queridos amigos lectores, de parte de un escritor: muchísimas gracias. Gracias por darle sentido a lo que hacemos, literalmente, pues sin ustedes, como lo he manifestado hasta el cansancio, una obra de arte literario sería un pedazo de papel tirado en el suelo; así de simple.
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