
Si leíste mi columna de la semana, por cierto, gracias, recordarás que dejé un tema en el aire para, según mis propias palabras, hablar de él en una entrada diferente. Dicha cuestión era: así como el arte y la literatura se usaron y todavía se usan con fines didácticos “positivos”, ¿también es posible usarla para transmitir mensajes negativos, mensajes malos?
Quiero comenzar la entrada recalculando el objetivo de la columna. Como todos los que me conocen podrán asegurar, siempre trato de alejarme lo más posible del maniqueísmo, es decir, la tendencia a considerar que el bien y el mal son extremos absolutos. Creo, y de forma bastante ferviente, que la realidad humana es mucho más compleja. Por lo tanto, la pregunta cambiará. Más bien, lo que pensaba en la entrada anterior era: ¿las artes pueden ser usadas para fines personales, aunque dichos propósitos puedan terminar causando un gran daño?
Sí. Esa es la respuesta simple: sí. Y la verdad es que, a lo largo de la historia, ejemplos no nos han faltado para comprobar este hecho. Uno de los más interesantes, a mi parecer, es el de Voltaire y su obra Cándido. Trataré de explicarme sin dar spoilers, verán: el famoso filósofo Voltaire, harto del optimismo impulsado por Leibniz, escribió una pequeña novela llamada Cándido o el optimismo; en ella, su personaje principal, del mismo nombre, sufre una serie de infortunios bastante graves. Lo curioso es que, justo después de cada tragedia, un personaje, parodia de Leibniz, concluye que “todo es para bien” y que “viven en el mejor de los mundos posibles”.
El fin de la obra es claro: Voltaire quería ridiculizar por completo todas las ideas de Leibniz y su optimismo. De cierta forma, entre queriendo y no, como diríamos por acá, el filósofo francés influyó en el pensamiento de mucha gente leer, en especial si dichos lectores tenían el contexto de su “riña intelectual” con el pensador alemán.
La realidad es que, al final del día, no tenemos forma de saber qué tan bueno fue dicho adoctrinamiento que generó Voltaire en los lectores europeos de su época. Quizá peco de utilitarista, pero es probable, incluso, que el filósofo francés sesgara el raciocinio de muchos de sus lectores.
Ahora bien, como seguramente varios de ustedes pensarán, aquí estoy cayendo en una falacia, y en una bastante grave de hecho. ¿Qué culpa tuvo Voltaire si alguien de su época lo leyó y decidió creerle a ciegas, detener su reflexión? O, peor aún, ¿cómo podemos responsabilizarlo si alguno de sus lectores lo malinterpretó y sacó conclusiones equivocadas? No sería la primera vez que ocurre en la historia, y mucho menos la más grave; ahí tiene lo que pasó cuando cierto líder alemán no comprendió las ideas de Nietzsche.
Y sí, tienen plena razón en esto. Entonces, ¿para qué traerlo “a colación”? Pues, simple y sencillamente, para mostrar cómo, a veces, los escritores no medimos el impacto que nuestras ideas pueden tener en los demás. En especial, cuando emitimos ideas que podrían terminar siendo perjudiciales. Ahora, imagínense qué pasaría si alguien con el suficiente poder y los recursos necesarios, con alevosía y ventaja, tratara de sacar este provecho de las artes para sus propios fines o privilegios.
Por fortuna, esto no pasa, menos en Latinoamérica. Aquí no sabemos lo que es presenciar un producto “artístico” que pretenda perpetuar las diferencias en clases sociales, o el racismo, o el machismo, o la violencia, o la meritocracia. No sabemos cómo se siente que un grupo de personajes célebres traten de alinear al pueblo hacia un partido político, religión, creencia o sistema. Mucho menos conocemos de los penosos casos en los que el arte se usa para tratar de tapar una realidad dolorosa o, incluso, llegar a darle un giro de ciento ochenta grados para que el victimario se convierta en víctima, y viceversa… Por fortuna.
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