
La idea de esta columna surgió, cómo no, leyendo. Esta ocasión, el responsable fue Ray Bradbuy y su Fahrenheit 451. Los que hayan tenido la oportunidad de disfrutar de este maravilloso clásico de la Literatura Universal sabrán del planteamiento “simple” en la trama: una sociedad distópica en la que los libros están prohibidos y existe un grupo de “bomberos” dedicados a incendiar cualquier rastro de palabra escrita. Una absoluta joya de la cual no daré más detalles para permitir a usted, querido lector, la deliciosa oportunidad de leerlo.
Ahora bien, leyéndolo, no pude evitar hacer la reflexión a la que, sin duda alguna, nos invita Bradbury: ¿qué pasaría si esto fuera real?, ¿y si en serio prendiéramos fuego a todos los libros del mundo? Si quemáramos las palabras, cometeríamos el genocidio más grande de la historia; pues, como han creído muchas civilizaciones a lo largo de los años, a esos autores que escribieron tantos y tan magníficos libros, muertos hace ya siglos, los mantenemos vivos gracias al recuerdo de sus palabras.
Si quemáramos las palabras, nos encerraríamos a nosotros mismos en una gigantesca cámara de eco, donde todas las pobres letras restantes rebotarían sin ganas ni resistencia. Las ideas se mueren cuando existen en soledad. Las islas por sí solas desaparecen, necesitamos de la inmensa península a la que contribuimos todos los humanos día con día.
Si quemáramos las palabras prenderíamos fuego a nuestro propio cuerpo, porque la literatura está tan hecha de nosotros mismos como los humanos de ella. Somos lenguaje. Cada fibra de nuestro cuerpo desprende la posibilidad de un universo de palabras. Y todo aquel que haya experimentado una decepción amorosa sabe del peor tipo de luto: la muerte de un mundo posible.
Si quemáramos las palabras, a diferencia de los campesinos que lo hacen para revitalizar las tierras para la siembra, arruinaríamos para siempre nuestro futuro literario, filosófico, científico, artístico, pero, sobre todo, humano. Este fuego no resultaría un bautizo, ni una resurrección, pues no somos semidioses heridos ni aves fénix inmortales. El humano y su herencia es frágil, y a la vez son hermosos. Y es nuestro deber preservarlos hasta el fin de nuestros tiempos.
Si quemáramos las palabras… no quedaría nada más que decir… no quedaría nada más por hacer.
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