
Estoy plenamente convencido de que si uno de mis profesores de primaria se enterara de mi actual profesión, y supiera que a veces me quedo sin ideas para redactar, no lo creerían en absoluto. “Pero si en clases no había manera de callarlo”. Touché. Ni cómo negar esa sentencia. Desde que tengo memoria, siempre he sido una persona de “fácil habla”, como diría mi madre.
Sin embargo, esta absoluta constante en mi personalidad, que me ha facilitado de forma abismal el contacto con los otros, es una rareza cuando, como escritor, debo enfrentarme a la página en blanco. No es de sorprender, por supuesto. El vacío de la hoja es un tema tan recurrente en artistas que ha sido tema central de muchas de sus mejores obras y reflexiones.
No obstante, y al menos en mi caso particular, ¿a qué se debe esta dualidad de dificultades entre uno y otro lenguaje? Para mí la respuesta es sencilla: la naturaleza de la exigencia de cada uno de estos modos de expresión.
Como lingüistas, sabemos que el habla tiende, en la mayoría de ocasiones, al desorden. La gente puede acercarse con absoluta facilidad al caos con tan solo abrir la boca e intentar coordinar el cerebro con la lengua. Mientras nos expresamos de forma oral tartamudeamos, nos comemos letras o palabras, cambiamos abruptamente de velocidad o registro, corregimos y, en general, jugamos con los límites de la gramática con una dureza que cualquier “purito” del lenguaje se escandalizaría.
Esto es inconcebible en el lenguaje escrito. Su naturaleza demanda un nivel de cuidado mucho mayor. Y, siendo honestos, no todas las personas logran entender que, por más que quieran, no se puede escribir como se habla. Justo como les digo a mis alumnitos: por más que yo diga “pus” para referirme a “pues”, porque soy de un pueblo donde la gente habla así, jamás lo pondría en un documento escrito formal, ¡ni loco!
Por esto, creo que la página en blanco es un paraje más terrorífico e imponente que la pared frente a ti en la que practicas cómo vas a hablar frente a un público o declarártele a tu crush, porque tu cerebro se vuelve mil veces más consciente de todos y cada uno de los procesos que debe realizar para llevar a cabo la proeza de comunicarte; de transmitir un mensaje a otra persona y que ocurra el milagro de que seas entendido.
Así que, la próxima vez que tengas que escribir, ya sea por gusto u obligación, y la página en blanco te provoque un ligero temblor en las piernas, no temas. Es plenamente normal. No conozco un solo escritor que no haya experimentado, por lo menos una vez en su vida, este temor. Y mira que he tenido la fortuna de convivir con varios verdaderamente extraordinarios.
Y, finalmente, con la misma seguridad te digo que, una vez que logras vencer ese miedo y pones el primer párrafo, te puedes seguir “como hilo de media”.
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