
A lo largo de varias entradas anteriores, he mencionado varias veces el enorme reto al que nos enfrentamos los profesores de Literatura cuando intentamos transmitir la pasión y el gusto por esta arte a jóvenes estudiantes. Si bien esta columna no es una contradicción, pues la docencia en general representa muchísimos retos, quiero aprovechar la ocasión especial para, ajeno a mi tradición pesimista, hacer una breve reflexión positiva de lo maravillosa que puede resultar esta carrera (¿ya vieron cómo la terapia sí sirve? Hasta optimista estoy).
El domingo pasado, 15 de mayo, en México celebramos a las personas que deciden compartir lo que conocen con los demás; festejamos el día del maestro. Como miembro de este gremio, a pesar de tener muy poco tiempo en este negocio, quiero tomarme un día, una columna, para regodearme en los placeres de esta hermosa profesión, en especial al tener la hermosa oportunidad de enseñar Artes.
A mis diecisiete años, en medio de una edad espantosa, llena de dudas, miedos y problemas “insuperables”, leí Frankenstein y Drácula. Estoy bastante convencido de que esas lecturas representaron un parteaguas para mí. Por un lado, porque confirmaron mi enorme gusto por la lectura. Pero, sobre todo, y por otro lado, porque plantaron en mi mente y corazón cuál sería mi meta de vida: a partir de ese punto, prometí devolverle a la Literatura un poquito de lo mucho que ella me había dado. Si ella era dueña de mi vida, por así decirlo, lo menos que podía hacer para corresponderle era ponerla a su servicio.
Antes, pensaba que ese camino de servicio comenzó cuando empecé la carrera. Pero estaba muy equivocado. Mi verdadera labor como “misionero” de la Literatura inició en mi primer día como docente. Jamás lo olvidaré: me metieron a un salón con alrededor de 15 o 20 alumnos y mi tarea para ese día era enseñarles “los géneros literarios”. Si hubiera sabido todo lo que pasaría después, los nervios que sentí habrían sido sustituidos por una inmensa alegría.
A partir de ese momento, si bien, como todo trabajo, mi labor como docente implica muchas dificultades y una carga tremenda, he de admitir que tengo un empleo “soñado”. Justo como les digo a mis alumnitos: “imagínense, muchachos, a mí me pagan por venirles a hablar del amor de mi vida. Es como si te dijeran: ‘lánzate a tal salón y habla una hora de tu crush’, ¿a poco no lo harías?”.
Por eso, siempre que entro a un salón de clases trato de “dejar todo de mí”. Por eso parece que, antes de ingresar al aula, consumo alguna droga que me acelera de forma descontrolada, como si hubiera tomado tres refrescos repletos de azúcar. Por eso, y en parte por mi manera de ser, trato de que mis clases sean lo más divertidas posibles, una mezcla extraña entre una cátedra y un show de stand-up.
¿Tienen una idea de lo hermoso que es recibir dinero a cambio de hablar de La Ilíada, La Odisea, Edipo rey, La Divina Comedia, Don Quijote, o cualquier cosa de Shakespeare, Borges o Cortázar? Por eso, en cierto sentido, mi trabajo es “bastante sencillo”. En pocas palabras, mi labor consiste en hacer todo lo que esté a mi alcance para meter la semillita del interés lector en los estudiantes. Y, ¿cómo no lo voy a hacer? Si el primero convencido de que la Literatura cambia vidas soy yo. Basta con abrirles mi corazón a los niños.
En resumen, estoy enamorado por completo de la docencia, y gran culpa de ello la tiene la Literatura pues, como me ha demostrado una y mil veces a lo largo de la vida, todo se vuelve más llevadero a su lado. La Literatura convierte un día nublado en el atardecer más hermoso de todos; vuelve un charco de agua en un océano prominente lleno de monstruos y promesas de aventuras; y convierte a un joven profesor de preparatoria en un apóstol que predica la palabra de los grandes autores del mundo a donde quiera que vaya.
¡Gracias a la Literatura y gracias a mis alumnos!
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