
Usualmente, la profesión que eligen de las personas nos permite conocer un poco sobre su identidad y personalidad. Por lo general, asociamos a los estudiantes de carreras exactas y científicas con un modo de ser cuadrado e, incluso, introvertido. No es raro encontrar en ingenieros, por ejemplo, características recurrentes como: organizado, metódico, disciplinado, etcétera. Por el contrario, las humanidades y artes se prestan más para espíritus “libres”; para individuos creativos que tienden a la reflexión y al análisis profundo y original.
Sin embargo, no siempre es el caso. Si bien hablar de mí no es el objetivo central de esta columna, en esta ocasión el tema me permite conectarme con la literatura, como verá usted, querido lector, a continuación. Como cualquiera de mis amigos cercanos podrá confirmar, uno de mis grandes defectos, desde siempre, ha sido la obsesión por el control. Me fascina tener todo organizado, por lo que, en cuanto algo de mi vida se sale del margen de mi dominio, todo se vuelve caótico y estresante. La ansiedad se apodera de mí tan pronto como las circunstancias me rebasan.
Si bien esto puede resultar útil, también termina siendo contraproducente. La obsesión por el control nace, en muchas ocasiones, de la búsqueda de la simplificación. Eso es un hecho: tener organizada y controlada tu vida la facilita. No obstante, la hipersimplificación de todo es, en sí misma, un extremo y, como siempre, los extremos terminan siendo dañinos.
¿Qué conceptos busca simplificar la gente? Simple: aquellos que están relacionados con la moral. Encasillar cada suceso términos con la forma de una caja, es decir, en “bueno” y “malo” facilita muchísimo la existencia a partir de ellos. Eso es lo que ofrecen las religiones, al final del día, la oportunidad de darle a sus feligreses una guía rápida para navegar en la vida sin tener que hacer el trabajo reflexivo de analizar cada suceso por separado. Si, previamente ocurrido el evento, ya tengo una percepción de qué es bueno y qué es malo, no necesito pensar en él para juzgarlo.
Ahora, podrá pensar usted querido lector, ¿qué tiene que ver esto con la literatura? Pues bien, no solo se relaciona porque, muchas veces, tratamos de llevar estos conceptos binarios de “bien” y “mal” al arte para juzgarla, lo cual es un grave error porque sobresimplifica la tarea del crítico. No. La literatura también puede llegar a ser la cura, precisamente para este mal.
¿Cómo lo hace? Generalmente, se educa a los niños a entender que ciertas emociones son buenas y otras son malas. En cuanto un infante llora, es muy común que, en Latinoamérica, los adultos a su alrededor pregunten por el origen del llanto con la intención de detenerlo, y no tanto por tratar de entenderlo. Pareciera, entonces, que el mensaje que mandamos es: llorar y estar triste está mal, reír y ser feliz está bien.
¿Las emociones y la vida humana son tan sencillas como para simplificarlas así? No. Y el arte nos puede ayudar a entenderlo. A través de la literatura, los escritores pueden presentar temas y emociones “negativos” con una forma tan hermosa que comienzan a poner en duda este concepto binario. ¿Los poemas de Benedetti son malos porque, muchas veces, son tristes? ¡No! Todo lo contrario. La literatura, y sus hermanas, son la cura ideal para este terrible “mal” que es el maniqueísmo, valga la ironía.
En resumen, lean más Literatura… y vayan a terapia. Al fin y al cabo, fue así como surgió la idea para esta columna.
Deja una respuesta