
La semana pasada hice una columna acerca de las enormes cualidades que posee la novela Nuestra parte de noche, de la escritora argentina Mariana Enríquez, y fue verdaderamente maravillosa… al menos para mí. Tener la oportunidad de hablar de forma más puntual y específica de los elementos que conforman la pluma de una buena autora fue, de principio a fin, un ejercicio absolutamente placentero. Así que, con ese goce en mente:

Amparo Dávila fue una extraordinaria escritora mexicana que, desafortunadamente, obtuvo el reconocimiento que se merecía hasta el ocaso de su vida, la cual culminó finalmente en el año 2020. Considerada por muchos como una maestra del género fantástico, es reconocida por sus maravillosos cuentos que coquetean de forma constante con el terror. Algunos a destacar, sin lugar a dudas, son: “El huésped”, “La señorita Julia” o “El espejo”.
Como dije en la entrada pasada, las obras de arte literarias tienen que ser fuertes, y es justamente esta cualidad la que resalta por encima de las demás en la obra de esta escritora zacatecana ganadora del Premio Xavier Villaurrutia. A Amparo Dávila no le tiembla la mano para hablar, con toda la dureza posible, de monstruos terroríficos y escenas dolorosas. Sin embargo, algo que diferencia, o lo hacía en su época, a esta autora del resto es que sus monstruos y villanos, a pesar del género en el cual están inmersos, tienen más de humanos que de fantásticos.
Enfermedades de la mente que literalmente roban la identidad de las personas, convirtiéndolos en un triste cascarón de lo que algún día fueron; individuos comunes y corrientes que la sociedad tacharía de “desquiciados”, pero que están más cercanos a nosotros de lo que quisiéramos aceptar; o maldiciones perennes marcadas por las injusticias de un entorno plagado de prejuicios acerca del género y clase social, son constantes que hallaremos una y otra vez en la pluma de Amparo Dávila.
No les voy a mentir, leer a esta mujer puede ser un doloroso. Muchas veces, se trata de la cachetada de realidad que necesitamos para empatizar con aquello que, quizá, ocurre detrás de la puerta contigua a la nuestra. No por nada la obra de esta extraordinaria escritora se ha leído y releído a través del feminismo. Y, aunque me encantaría ahondar en el tema, sé que no soy el indicado para hacerlo. Dávila me enseñó a guardar silencio en el momento oportuno para dejar correr el río de voces femeninas que capturamos y encerramos durante siglos en la presa del patriarcado.
Lo que sí me corresponde, al menos en un pequeño porcentaje, es hablar de la maestría con la que Amparo Dávila pintaba escenas de terror. Sus monstruos aterran, pero, a diferencia de los vampiros y zombis que podemos hallar por doquier, los suyos lo hacen desde otro lado del cuerpo. Sus historias no nos espantan por la espalda, al acercarse sigilosamente, o en el cerebro, al despertar un instinto; no, los villanos de Amparo Dávila hacen que el miedo nos entre por los ojos, al descubrir en ellos las semillas del mal que todos cargamos encima.
Ojalá hubiera más escritores como ella, autores que se atrevan a ponernos frente al abismo de nuestra propia alma con una habilidad tan impresionante. Mientras esperamos la gloriosa venida de dichos individuos, me parece buena idea mantener un ejemplar de Amparo Dávila cerca para, en las palabras de Jaime Sabines, nosotros “los condenados a muerte y los condenados a vida”.
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