El arte de mostrar con palabras

Por: Alex Haro Díaz

Hace ya bastante tiempo, considerando que esta columna tiene cerca de tres años de vida, hice un pequeño documento sobre consejos básicos para comenzar a escribir. Desde aquel lejano entonces, tengo ganas de hacer una pequeña continuación concentrándome en lo que, para la opinión de un servidor, es uno de los puntos más cruciales al momento de iniciar una carrera como escritor. Considérese esta entrada como esa muy demorada secuela.

Tantos grandes autores han dado este consejo que me parece injusto atribuirlo a uno solo. Así que, mejor, coincidamos en que es un dicho común que “en escritura, es mejor describir que enunciar”. En otras palabras, lo que todo lector con buenas expectativas puede reclamar a un autor es que, por lo menos, trate de mostrar con claridad en lugar de solo nombrar conceptos.

Veamos si el siguiente ejemplo les parece familiar. ¿Cuántas veces, al leer una novela romántica, has llegado al punto crucial de la historia de los amantes para encontrarte que todo lo que la voz narrativa tiene para decirnos es “sintieron la fuerza del amor recorrer sus cuerpos”? Igual de frustrante es leer un thriller de terror para descubrir que la escena fundamental se resume en que el protagonista “sintió miedo”. Para un lector pocas experiencias pueden ser tan frustrantes y decepcionantes.

A esto se refieren tantos grandes autores al decir que, en lugar de enunciar, siempre será más “nutritivo” para la narración de una buena historia poder mostrar con toda la claridad posible lo que ocurre. En lugar de decir “el personaje sintió miedo”, es mucho mejor describir cómo “se aceleró su pulso, las palmas de las manos comenzaron a sudar de manera incontrolable y la terrible sensación de ser observado le impedía siquiera respirar con normalidad”, ¿a poco no?

Y, ojo, mi descripción no es, ni cerca, tan decente como para considerarse buena. Si los maestros del terror como Lovecraft, Stoker, Dávila, Quiroga o Shelley la leyeran seguramente sentirían una mezcla de lástima y, quizá, asco. Sin embargo, por pequeña que la diferencia pueda parecer ante los ojos de un inexperto, cualquier lector recurrente podrá notar que, al menos, la segunda versión va encaminada hacia un camino más concreto.

¿Qué diferencia fundamental presentan estas versiones? Simple: mientras la primera trata de ahorrar palabras para resumir en un simple vocablo una emoción tan compleja como el miedo, la segunda busca concretar esa elusiva y subjetiva emoción en sensaciones conocidas para cualquier individuo, que inmediatamente las asociará con, al menos, una situación desagradable.

Lo mismo puede hacerse con mi ejemplo de la novela romántica al suplantar la “fuerza del amor” con percepciones concretas, como “el temblor en las piernas al ver a la persona amada” o “la sensación de inestabilidad y confusión al mirarla a los ojos por más de dos segundos”. De nuevo, mis ejemplos no son buenas descripciones, pero van por buen camino. Con más tiempo y dedicación estoy seguro de que, tarde o temprano, lograría reflejar una idea más personal y “potente” que logre envolver al lector y lo obligue a decir “ah, yo me he sentido así”.

En resumen, ¡no enuncies, describe! No me digas que tienes ansiedad, dime cómo se siente, qué piensas. No me digas que sientes “mariposas en el estómago”, háblame de qué sientes en la nuca cuando tu crush pasa su mano por ese lugar. Y, por el amor de Dios, no me digas que sentiste miedo, descríbeme el tamaño del vacío que se forma en tu estómago cuando escuchas un ruido en la madrugada o cuando apagas la luz en el pasillo y debes correr hasta tu habitación tan rápido como puedes, porque estás seguro de que algo o alguien te persigue muy de cerca. Porque, aceptémoslo, con eso último todos nos podemos sentir identificados.

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