Hace unos cuantos días, la escritora francesa Annie Ernaux fue galardonada con el premio Nobel de Literatura 2022. Siendo honesto, diré lo que la mayoría de las personas pensamos al enterarnos de la noticia: “yo no la conocía hasta ahora”. Sin embargo, pareciera que en la comunidad de literatos está prohibido reconocer que desconocemos a un autor, o en su defecto, la obra de un escritor relativamente famoso. Pero ¿por qué ocurre esto?
No es secreto que los países latinoamericanos no nos destacamos por ser grandes lectores. Generalmente, nuestras estadísticas en estos rubros están muy lejos de lo que desearíamos. Por lo tanto, aquellos que leemos entramos, en automático y sin quererlo, en un pequeño grupo de personas que leen “sin que nos obliguen”. Ahora bien, si tomamos en cuenta que la mayoría de personas entiende el hábito de la lectura como característica de un individuo “culto”, la caída de los lectores en el estereotipo del “intelectual” que entiende y conoce de asuntos extraños y refinados es lógica, y hasta natural.
Este estereotipo provoca, la mayoría de las veces, que los lectores nos introduzcamos en un círculo de egos donde las personas se jerarquizan en función de qué tanto conocen de historia, humanidades y, por supuesto, arte. Creo que es justo por esta razón que nos cuesta tanto trabajo reconocer cuando no conocemos a un autor o libro que, de acuerdo con las personas que no saben del tema, deberíamos dominar.
“¿Cómo? ¿Eres literato y no conoces al escritor africano que acaba de ganar el Nobel? Entonces, ¿qué haces o qué?”. Si tan solo nuestras áreas de conocimiento fueran tan simples como parecen a ojos de los demás, quizá podríamos reconocer con mayor facilidad nuestra ignorancia con respecto a estos temas. Pero no, la realidad nunca es tan sencilla. Por lo tanto, muchos lectores toman el camino de la mentira y la simulación: ya sea al decir que claro que conocen al autor, pero, curiosamente, no recuerden qué libro leyeron de él; ya sea al decir que se sienten decepcionados por la elección de ese año, pues debió haber ganado X o Y, al que tampoco han leído; o ya sea al repetir, como loro entrenado, las características que la academia reconoció en el ganador.
Y, lo peor de todo para mí, es que no nos damos cuenta del enorme daño que la falta de reconocimiento de nuestra ignorancia nos provoca. Si hiciéramos a un lado nuestro ego, quitándonos de encima expectativas y prejuicios que las personas hacen sobre nosotros, y reconociéramos que desconocemos a cierto autor u obra, el acercamiento a este sería mucho más sencillo.
Pero no, preferimos el camino difícil. Preferimos la mentira, a la cual debemos atender, leyendo a regañadientes, aunque sea un poquito a dicho autor para defendernos en caso de que alguien ose cuestionarnos. Esto último se introduce como un prejuicio negativo que, sin lugar a dudas, afecta nuestra experiencia lectora.
La belleza de las artes radica, justamente, en que, sin importar cuánto o cómo estudie y lea una persona, jamás dejará de haber obras que la sorprendan, autores y artistas desconocidos que lo transporten a la locura absoluta. Si tan solo entendiéramos esto; entendiéramos que, como bien lo sabía un viejito griego, siempre será más sabio el que reconoce su propia ignorancia, pues ya ha dado el primer paso que todo ser humano necesita para el aprendizaje: el reconocimiento de una necesidad genuina de conocer aquello que se desconocía.
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