
A lo largo de los años de vida de esta columna, qué rápido se pasa el tiempo, he hablado largo y tendido de distintos temas de literatura “general”, si es que cabe la palabra. Sin embargo, me he autolimitado a escribir sobre temas más específicos y “elevados”, quizá con la intención de que estos textos sean una invitación de lectura abierta para todo público. Hoy, y a pesar de esta costumbre, trataré de acercar un concepto muy utilizado para los teóricos literarios al lector “común y corriente”. Este concepto es la intertextualidad.
La intertextualidad o intertexto es la relación que establece una obra con otros textos, ya sean antiguos o de su época. Esta relación puede ser implícita o explícita, y permite entender de mejor manera cómo funcionan las artes y los procesos creativos en los artistas. Como bien decía Borges, a quien he citado hasta el cansancio, “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Me explico: muchas veces, yo culpo principalmente al concepto mundano de “la inspiración”, la gente piensa que los grandes artistas son personas que inventaron, prácticamente de la nada, todo un nuevo concepto o idea al hacer sus obras; como si, antes de ellos, nada de eso hubiese existido. Nada podría estar más lejos de la realidad. Como todo artista, o intento de, podrá confirmar con facilidad, las obras de arte no nacen de la “generación espontánea”.
Ejemplo perfecto de esto es Picasso. Si usted, querido lector, decide buscar las primeras obras del famoso pintor español, pronto se dará cuenta de que son muy diferentes a sus creaciones más populares. Picasso primero aprendió el oficio de pintor, seguramente se “empapó” de muchas obras y conocimiento, perfeccionó una técnica, se inspiró de sus grandes influencias y, ahora sí, buscó crear algo “nuevo”. O, al menos, decir lo mismo de siempre, pero con otra perspectiva. Es decir, lo que hace siempre el arte: ofrecer nuevas perspectivas.
Como usted podrá adivinar, querido lector, casos así sobran en las artes. Es más, y sin mucho temor a equivocarme, puedo afirmar que la enorme mayoría de los artistas y las artes funcionan así. Por medio de un análisis de los intertextos, es posible ver cómo todas las obras de arte están relacionadas entre sí, como si formaran parte de una enorme red (véase el concepto de “redes de textos”, de Jesús Camarero). En dicha red, los textos se tocan, dialogan, se contradicen, se actualiza, discuten, se contaminan, se purifican, se comparan, se alinean y, cómo no, se influencian.
No obstante, al entender este concepto podría caerse en la simplona pregunta reduccionista: entonces, ¿para qué se sigue haciendo arte si nunca se podrá crear algo genuinamente “nuevo”? Esto es cierto, todo lo que sea creado tendrá alguna relación con una obra anterior. Sin embargo, al pensar de esta forma, se pierde una enrome cualidad y característica fundamental de la literatura: la capacidad del diálogo entre textos.
Las obras nuevas aportan, como se ha dicho, nuevas perspectivas. Los temas que conforman una historia se modifican, se alteran, se actualizan. Veamos el caso de Antígona González, pedazo de joya literaria de la autora mexicana Sara Uribe. Con este texto, la escritora actualizó el tema de Antígona, mujer griega que muere a causa de la rebeldía de enterrar a su hermano, y lo sitúa en un México plagado de violencia y desaparecidos.
Al hacer este “simple” cambio, la historia ya contada de Antígona cambia por completo: los valores se alteran, los principios se mueven, y el mismo dolor que desgarró a la mujer griega es repetido y multiplicado por los miles de mexicanos que pierden a un familiar cada año.
La intertextualidad no es una desventaja de la literatura, no la acerca al plagio. Muy por el contrario, es una de las grandes fortalezas de nuestra disciplina artística; una que nos recuerda que ningún escritor, jamás, ha escrito solo, y que todos venimos del inmenso y hermoso océano que son las letras. ¿Así, o más bonito?
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