
Mis amigos y familiares, y aquellas personas que me sigan en redes sociales, sabrán lo duro que fue para mí este fin de semana. Tuve que despedirme de mi mejor amiga, del ser al que me he sentido más cercano en toda mi existencia. El 27 de febrero de 2023 tuve que tomar la dura decisión de permitir el descanso eterno de mi perrita de 12 años, Kita. La columna de hoy estará dedicada a ella.
Antes de empezar, me gustaría hacer una aclaración. Si nunca has tenido mascotas, e incluso consideras ridículo que la gente llore por “un animal”, no te voy a juzgar. Pero te recomiendo pasar de largo, estas palabras no son para ti, no sentirás nada por ellas. Ahora, si has llegado a tener una conexión con una mascota al nivel que yo la tuve, estás en el lugar correcto.
Kita era una perrita bóxer. Llegó a mi vida con tan solo dos meses de nacida, y cuando yo tenía 13 años y atravesaba uno de los peores momentos de mi vida: la terrible y asquerosa pubertad. Desde el primer instante que la conocí, cuando la compramos, tuvimos una conexión inmediata. Sé que hoy en día está mal visto comprar perros, pero no quisiera mentir en nada que tenga que ver con Kita; su corazón fue tan puro que hasta la más mínima muestra de traición o engaño ensuciaría su memoria.
Llegué al lugar en donde vendían a los perritos bóxer, una raza que mi papá y yo siempre quisimos. Solo quedaban dos hembras: Kita y una de sus hermanas. La primera despierta y atenta, la segunda dormida y bastante desinteresada. Tomé a Kita, que prácticamente cabía en mi mano, la levanté para verla de cerca, y me lamió la nariz. La alejé por la sorpresa y la vi contemplándome con sus enormes y preciosos ojos cafés, esos que sin importar los achaques, las enfermedades o el dolor jamás cambiaron, ni siquiera mientras moría. Me enamoré al instante.

Desde entonces, Kita y yo nos volvimos inseparables. Durante la que recuerdo como la peor época, la adolescencia, era lo único bueno que sentía que tenía en mi vida al llegar de la escuela; me acompañó en el más doloroso momento de mi familia, en el que tuve que vivir prácticamente sin mis papás por más de dos meses, a los 16 años; fue la mejor enfermera en todas y cada una de las veces que me enfermé, que no fueron pocas, hasta me escoltó tras mi única operación; y jamás se “rajó” de una sola de mis clases en línea, sin importar si yo fuera el maestro o el alumno, ni el horario, ella estaba ahí, en el fondo.
No solo fue una acompañante, fue la mejor maestra de mi vida. Me enseñó a tener paciencia, a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida; me enseñó a sanar, a perdonar, y a soltar todo aquello que me hacía daño; me enseñó a amarme, y a creer en mí, incluso cuando todas las voces en mi cabeza decían que yo era la cosa más horrorosa, patética y miserable de la galaxia. Kita me enseñó a amar y me amó como nadie lo ha hecho, ni lo hará, jamás. Kita me enseñó el verdadero significado de las palabras, y ni siquiera tuvo que pronunciar una sola sílaba para eso.
Hoy, mientras escribo esto, siento un enorme nudo en la garganta, las lágrimas se aglomeran en mis ojos, por enésima vez desde que me enteré de su cáncer, y tengo un dolor tan profundo y hueco en el pecho que siento que voy a vomitar. Y aún así, aún con todo este dolor que tengo, el sentimiento que más impera en mi corazón es el profundo amor que le tengo, y que le tendré siempre, así como un enorme agradecimiento. No lo digo a la ligera, ni como una expresión, Kita me salvó la vida, literalmente, me salvó la vida. Sin ella, y sin la literatura, no sé qué sería de mí.
Ahora solo tengo los recuerdos, una caja con sus cenizas, muchas fotos y un peluche que es idéntico a ella. Y el dolor en mi pecho me dice que eso jamás será suficiente para reemplazarla… nada podrá hacerlo. Pero, como alguien me dijo alguna vez, la mejor manera de honrar a nuestros muertos es disfrutar la vida con la felicidad que ellos quisieran que tuviéramos.
Hoy solo me queda mi memoria y mi literatura. Como un errante que vuelve a casa tras un gran periodo perdido, he vuelto a mis clásicos de siempre: “Los heraldos negros”, por ejemplo. Y mientras grito a los vientos “hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé”, abrazo mi almohada con la esperanza de que esto sea, tan solo, una terrible pesadilla.
La literatura es todo lo que me queda, pero es más de lo que tenía antes de la llegada de Kita. De una u otra forma, ella también me enseñó a disfrutar las letras. Y, si bien no tengo claro qué será de mí en el futuro, solo me queda honrar en vida a mis dos grandes amores: la literatura y mi Kita hermosa (pechis, gordiwis o viejita, como quieran decirle).
A partir de hoy, mi mayor sueño es morir y reencontrarme con ella. No me interesa nada más de la vida después de la muerte que no sea el poder abrazarla. Eso es lo único que quiero: abrazarla… y decirle que me hace mucha falta.

Postdata: así la voy a recordar siempre, con esos ojotes, esa sonrisa, y ese amor. No me interesa qué piensen los demás, esta fue la mejor perra del universo, y quedamos Dios y yo como testigos. Gracias, Kita, te amo.
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