Las cámaras de eco

Por: Alex Haro Díaz

Una de las preguntas más comunes que hacen los alumnos a los maestros es: ¿quién es su favorito? Como un buen padre salomónico yo trato, en la medida de mis posibilidades, de ser tan lindo como me sea posible. “A todos los estimo”, “cada uno es especial a su manera”, “yo los odio a todos” (mi especial favorita), etcétera. 

Otra de las más habituales es: ¿quién le cae peor (refiriéndose a un alumno)? Maldita sea la curiosidad humana, por no decir el morbo, que nos terminará matando. De igual forma, por lo general, trato de no responder o dar respuestas parciales y medio vacías. Sin embargo, en muy pocas ocasiones, me he atrevido a dar la respuesta más honesta. Hoy, en esta columna, la comparto con quien esté aquí para leerla (¡hola!, queridos tres o cuatro lectores constantes, ja, ja, ja).

Como decía Lipovetsky en La era del vacío, el mayor mal de nuestra era es la indiferencia. Es un cáncer que contamina no el cuerpo ni la mente de las personas, sino que corrompe sus espíritus, convirtiéndolos en esclavos del placer sin alma, sin profundidad ni trascendencia. Ese es el peor alumno, para mí al menos, el indiferente, ese al que no le interesa absolutamente nada que no sea el placer momentáneo, efímero y adictivo que puede hallarse sin complejidad en ciertas sustancias prohibidas.

¿Cómo se ve esto en el aula? Es fácilmente apreciable en los salones donde para cumplir con el estereotipo “hollywoodense” del desierto vacío, ese en el que no pasa nada, solo falta que se atraviese un arbusto seco en medio de la escena. Esas aulas en las que la voz del maestro rebota sola, sin estorbos, navegando sin rumbo y sin vela por las cuatro paredes son absolutos calabozos del espíritu, morgues repletas de la desesperanza humana.

Ojo, yo sé que hay gente que no habla en clase por miedo, nervios o ansiedad social. Lo entiendo. Esta “crítica” no va para ustedes. A veces, los silencios más dolorosos no son provocados por la ausencia de palabras, sino que se evidencian por la falta de alma que se adivina tras los ojos de un alumno desinteresado.

Ahí, justo en ese momento, es cuando el aula se convierte en una cámara de eco, un lugar donde las ideas no nacen y mueren, sino que son abortadas mucho antes de que pueda llegar a formarse su feto. Ahí mismo, también, es donde muere el conocimiento, y el alma del concepto que generó a la Academia.

Por si alguno de los lectores es estudiante todavía, creo oportuno escribir las siguientes palabras en un tono mucho más personal. ¿Listos? Va. Okay. Te voy a dar dos consejos que no me pediste. Uno: disfruta tu etapa de estudiante. Créeme, es más divertido de lo que piensas y, tarde o temprano, la vas a extrañar cuando salgas al mundo adulto y te des cuenta de lo que la palabra “hueva” de verdad significa. 

Y dos: la clase depende más de ti que del maestro, en la mayoría de escenarios. Esto último podría ser exagerado, pero te aseguro que no es el caso. Tú tienes la cura, en muchas ocasiones, para esas clases en las que el reloj parece más detenido que un parista en medio de una huelga.

Para finalizar, voy a abonar un poco al libor de La era del vacío, aunque yo no tenga ningún “derecho” para hacerlo. Si la indiferencia es el mayor de los males, las cámaras de eco son el escenario en que ocurren las verdaderas tragedias que ella provoca. Cuando todos estamos “de acuerdo”, cuando no hay diálogo, contraopinión o confrontación, ahí mueren las ideas. Pero, más importante aún, ahí es donde muere la sustancia de la que está hecha el ser humano: el lenguaje.

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