Por: Rafael Mazón
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Don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, termina de arreglarse en su satinada habitación, llena de tapices brillantes y sedosas sedas. A causa del verano siciliano, tan pesado como una loza invencible, el noble ha decidido vestirse con un ligero traje azul, combinando con el claro cielo. Antes de salir, se observa por última vez frente al espejo de cuerpo completo, para comprobar la pulcritud de su traje; la ira corre, momentáneamente, por sus venas al apreciar una tenue mancha de vino deslavaba en una de las mangas. La mancha física ensucia su alma de melancolía, de nostalgia; antes, en mejores tiempos, jamás tuvo que batallar con ningún tipo de suciedad. Decide tomar una postura ideal para colocar los brazos detrás de su enorme cuerpo, escondiendo la mugre.
Sale del cuarto inundado de sol. Su peso hace temblar los amplios ventanales del pasillo; no es gordo, pero las dimensiones óseas de su cuerpo son gigantescas, igual que la historia y prestigio de su apellido. Los macacos del entapizado se inclinan ante su paso; los retratos de los antepasados parecen bajar la mirada ante él, humillados por su esplendor. En el techo, las figuras de los dioses latinos contemplan, atónitos, su caminar elegante, más firme que el de cualquier divinidad; en el centro del techo, un gatopardo, símbolo de la casa de los Salina, le dirige una sonrisa, enmarcada por dorados bigotes. Don Fabrizio mira al felino de lomo sedoso, y un triste, misterioso y desconocido presentimiento nubla su mente: se imagina al leopardo cayendo desde una altura inconmensurable, rompiendo su cráneo al chocar contra las losas de un enlodado piso, agonizando entre tanta repugnancia mundana…
Con fatales ideas, el príncipe llega a la escalerilla del fragante jardín. El oleoso aroma intenta calmarlo, pero la fatalidad se defiende con ferocidad; ni los esfuerzos combinados de rosas, de tulipanes y azahares son suficientes para derrotar al violento enemigo. En el medio de las flores, se alza una fuente de mármol; es, junto a los rayos de sol, el único punto de blancor entre tan azarosa profusión de colores. La familia Salina almuerza, todos juntos y cercanos, en una mesa de piedra, labrada y rica en curvas rococós. Bendicó, el gran alazán de la casa, se dirige a los pies del amo inmediatamente después de verlo solemne, rígido, en lo alto de la escalerilla. Mientas ve al amoroso perro dirigirse a él, Fabrizio le dirige una rápida mirada a su familia: su esposa, María Stella, lidera el almuerzo, seguramente pensando en las múltiples amantes del príncipe, las cuales visita siempre que va a Palermo; su primogénito, Francesco Paolo, del cual aborrece su refinamiento superficial y su debilidad de carácter; la mayor de sus hijas, Carolina, envuelta en un delicado y fresco vestido, tapando su sonrisa mientras ríe, con gesto tímido, lleno de dulzor, pero capaz de enfriar la pasión de cualquier joven muchacho; Concetta, la segunda de sus hijas, la de sentimientos más maduros, se mira aislada, hundida todavía en los sueños calientes, apasionados, con que la noche la atormentó; finalmente, el guía espiritual de la familia, el padre Pirrone, que aplaude todas las ocurrencias de las mujeres a su alrededor, sin pensar en la próxima revolución que azotará a Italia…
Don Fabrizio acaricia al perro. Su familiar preferido, su bromista y enérgico sobrino Tancredi, no ha llegado al almuerzo. El príncipe reflexiona acerca de su posible paradero: con mucha seguridad seguirá envuelto entre sabanas de lana, junto a un cuerpo femenino desconocido; o quizá se encuentre alistando los últimos preparativos de la cena que cambiará el rumbo de vida de todos los integrantes de la casa de los Salina. Lo imagina hablando amigablemente con Don Calogero, su mortal rival, el nuevo millonario burgués que compite en riqueza y tierras con la aristocracia siciliana; desde un suave diván, vulgar y corriente en sus formas, Angelica, la hija de Calogero, que en un breve periodo de tiempo pasó de ser una rupestre campesina a una hermosa dama, admira el porte de su futuro esposo y la fluidez de sus palabras. El príncipe sigue sorprendido ante la agudeza mental del sobrino: contraer matrimonio con la hija de uno de los representantes de la nueva clase dominante, era el mejor camino para asegurar su carrera política, su estabilidad económica, en fin, su existencia futura. Entre su hija Concetta, sin una dote suficientemente buena, o los millones de Angelica, la decisión correcta era más que obvia. Estaba orgulloso de Tancredi… podía lograr aquello de “cambiar todo para que todo siga igual”…
El Gatopardo, única novela del escritor italiano Guiseppe Tomasi di Lampedusa, publicada de manera póstuma en 1958, ganó el prestigioso Premio Strega al año siguiente. Es otra de las obras a las que llegué siguiendo las recomendaciones de Vargas Llosa en La verdad de las mentiras. Puedo afirmarlo sin pizca de duda o confusión: hasta el momento, es mi novela italiana favorita. Aunque el contexto histórico del que habla la obra nos pueda resultar un tanto lejano, eso no le quita universalidad a la esencia de las situaciones. Lampedusa nos habla del desembarco del ejército de Garibaldi en mayo de 1860 a las costas sicilianas, con el objetivo de derrotar al ejército borbónico para unificar a Italia por primera vez en su historia, y lograr un cambio de régimen: de monarquía a república, que es como conocemos actualmente al país italiano, con su bandera tricolor a franjas.
Irremediablemente, la creación de una república conlleva un cambio en las clases sociales: la aristocracia, representada por Don Fabrizio y su familia, perdería feudos y con esto poder, privilegios, riquezas y relevancia, mientras que la burguesía, simbolizada por Don Calogero y Angelica, se enriquecería teniendo la capacidad económica para comprar los feudos de la nobleza, subiendo de clase. La novela se centra en este choque de dos mundos opuestos, antes tan claramente diferenciados, ahora obligados a convivir en la misma esfera social. Lo más interesante es que, a pesar del movimiento popular y revolucionario, nada cambia realmente: Tancredi, siendo noble, abraza la causa garibaldiana con el objetivo de lograr una revolución favorable para su clase; después, busca asegurar su porvenir económico contrayendo matrimonio con Angelica, la cual anhela con esto acceder a la esfera de la nobleza, harta de las vulgaridades de los burgueses; la nobleza, aunque algo mermada, seguiría su mismo estilo de vida, lleno de fiestas exquisitas y lujo, sin ninguna herida grave causada por la revolución; las nuevas clases dominantes, en lugar de mejorar el rumbo del país para los más humildes, rápidamente olvidarían sus orígenes, convirtiéndose en sangrientos tiranos explotadores de las clases bajas, preocupándose únicamente por su bienestar y riquezas personales, siendo peores gobernantes que la nobleza en decadencia; y los pobres verdaderos, seguirán siendo pobres, padeciendo sufrimiento y martirio infinitos…
En esta novela, la muerte es representada de dos formas: la simbólica-abstracta y la física-real. La primera habla de la muerte de cuestiones abstractas, impalpables, por ejemplo: la muerte del sistema monárquico italiano para pasar a convertirse en una república, presuntamente popular; la lenta agonía de la aristocracia a manos de los burgueses; la caída simbólica del poder del rey. Esta representación de la muerte, al ocurrir en un plano ideal-simbólico, el narrador del Gatopardo la tiñe al narrarla por la gloria victoriosa de la lucha, las ilusiones y esperanzas que enmarcan todo movimiento revolucionario. También una muerte colectiva, en donde la colectivización implica la desaparición de todo dolor o pena pues la compañía mitiga el sufrimiento. Es una muerte positiva, pues se espera lograr cambios profundos, mejores, en el devenir de una nación con ella.
Sin embargo, la muerte física-real toma un carácter distinto en esta obra. Nos la topamos en dos ocasiones en la novela: primero, la solitaria muerte del soldado a los pies de un enorme árbol, dentro del jardín de la familia de los Salina. En este momento, aunque la prosa no pierde ni por un instante su lirismo, el narrador se vuelve crudo al narrarnos la escena con tremendo realismo: nos topamos con la agonía de un muchacho joven, inocente e inmaculado, que llora al sentir en sus carnes el sufrimiento de los conflictos armados; sus tripas se salen por un agujero dejado gracias al estadillo cercano de una granada; su sangre ensucia las flores del jardín, reverbera con el sol. Cuando la muerte baja de la esfera de lo ideal, para volverse una circunstancia física, vemos su faceta más destructora, dolorosa; sin el amparo del colectivo, el individuo se ve arrasado por ella en su soledad.
El fallecimiento de don Fabrizio, en el penúltimo capítulo de la novela, es en mi opinión una de las escenas más memorablemente escritas, horriblemente grandiosa e inolvidable. Lampedusa nos narra la paulatina desaparición de sus funciones motoras, la degradación continúa de su ser ante la visita de la muerte, introduciéndose por momentos en la mente del protagonista para mostrarnos sus recuerdos, sus reflexiones finales acerca de la existencia humana. Aquí encontramos la unión de las dos facetas de la muerte antes mencionadas, lo que vuelve todo doblemente fuerte. El morir del individuo, de don Fabrizio, implica la desaparición del último bastión, el más antiguo, de la familia de los Salina; la muerte física-real del príncipe es la muerte del gatopardo, es decir, de una de las familias nobles con mayor abolengo de Sicilia.
Finalizo con la siguiente reflexión: como mexicano, como habitante de uno de los países del orbe hispanoamericano, las ilusorias revoluciones, que no hacen más que derramar sangre inocente sin lograr un cambio realmente importante o trascendente, me son bien familiares. La interpretación de la novela de Lampedusa es semejante a la que saqué de leer Los de abajo de Mariano Azuela: ambas hablan sobre movimientos sociales, históricos que se degradan, unos desde el inicio y otros a lo largo del camino, pero que olvidan su esencia original, pasando a favorecer siempre a unos pocos poderosos. Aparte de una exquisita prosa lírica, con toques de un dorado barroquismo, toda orlada por un mágico ritmo, El Gatopardo es una novela de obligada lectura para todo joven, pues es una fuente de sabiduría en la cual apoyarse para las venideras revoluciones del siglo XXI, con el objetivo de lograr un verdadero cambio de una vez por todas.
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