
En un par de entradas anteriores ya he reflexionado sobre el interesante papel que tiene el receptor en el proceso de la lectura, así que trataré de no caer de nueva cuenta en dicha disertación. Sin embargo, como escritor y columnista, en ciertos momentos no puedo evitar maravillarme con la increíble especie de magia que se vive en este proceso. Dicho esto, entiéndase esta “columna”, o intento de ella, como un desvarío o debraye sobre el tema.
Hace unos meses, tuve la exquisita oportunidad de platicar con Naty Parracia, quien tiene un programa de radio argentino que versa principalmente sobre cultura y arte. En algún momento de la charla ella me comentó que leía mis columnas y yo, fiel a mi tradición de lidiar con cualquier estímulo, positivo o negativo, a través del humor, le contesté: “bueno, ahora sé que alguien además de mi mamá las lee”.
Seré tan honesto como me es posible: no sé cuántas personas lean mis columnas. Decir que no me interesa sería mentir y apegar a una falsa modestia, que jamás me ha caracterizado. Como a todos los humanos, supongo yo, me interesa este aspecto por pura vanidad. No obstante, sí me causa un interés prácticamente obsesivo pensar qué pasaría si, efectivamente, nadie me leyera.
De entrada, eliminaré lo obvio: a nadie le interesaría publicarme, ya sea Acuarela Humanística o cualquier otra institución del mundo, al final de cuentas esto es un negocio. Por lo tanto, mi incipiente carrera como escritor terminaría mucho antes de lo deseado, y de una forma bastante más patética de lo que hubiera querido.
Ahora bien, lo verdaderamente alucinante para un servidor es pensar en una posible respuesta más profunda, si se me permite la palabra. Si nadie me leyera, me enfrentaría al eterno dilema filosófico del árbol que cae en medio del bosque, pero nadie oye, ¿de verdad produce sonido?
Puesto que mi intención no es dar respuestas, empezando porque ni siquiera tengo las licencias o credenciales para poder hacerlo, seguiré por el camino de la reflexión y el cuestionamiento: si nadie lee lo que escribo, ¿en qué se diferencia esto de un ataque de ansiedad nocturno que me provoca insomnio, cuando una misma idea rebota como pelota descontrolada dentro de mi cabeza y puedo casi saborear todos y cada uno de los cien mil escenarios que mi imaginación agitada produce a la vez?
¿Cuál sería el propósito de no solo esta columna, que seguramente no figurará jamás en los anaqueles de la gran herencia cultural y literaria del mundo, sino de las grandes obras de Literatura que han producido decenas de miles de escritores en nuestra historia? Bien me dijo un profesor de la facultad hace años: sin lectores no hay libros, punto.
Antes de que mi reflexión tome derroteros más pesimistas o tenebrosos, quiero aprovechar para agradecer a cualquier persona que esté leyendo esto en este instante. De cierta forma, tú lo haces posible. Y, de una forma todavía más creepy, como dice la “chaviza”, en este momento te estoy hablando solamente a ti y a nadie más en el planeta. Gracias por leerme. Gracias por darle sonido al árbol que cae una y otra vez en medio del bosque.
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