
Por lo general, estamos muy acostumbrados a leer aquello que es cercano a nosotros. Esto puede ir en dos sentidos: la literatura de nuestro país o de nuestra época; o los autores clásicos que, gracias al canon y al inmenso bagaje cultural que arrastramos en Occidente, consideramos como propios, aunque no lo sean. Por lo tanto, usualmente nos enfrentamos a un tipo de literatura que, cono todos los contrastes temáticas, genéricos o estilísticos existentes, es muy similar entre sí.
Sin embargo, las “extrañas” ocasiones en que nos alejamos de nuestro centro, en que nos salimos de nuestra zona de confort y probamos suerte en otros mares, como los piratas de espíritu rebelde y atrevido que viajaban por el mundo, los resultados pueden ser tan sorprendentes como variados e interesantes.
Esto me ha sucedido unas cuantas veces y, con toda la honestidad del mundo, puedo decir que es una de las experiencias más interesantes a las que un lector se puede afrontar. Por ejemplo, la primera vez que leí un texto asiático, como lo fue Lo bello y lo triste, de Kawabata, quedé en un shock absoluto.
La prosa me parecía tan extraña como interesante; como si estuviera contemplando un extraño número musical en el teatro que, por más raro que pueda resultar, tiene un carácter hipnótico increíble. Me parecía que la narrativa era, a la vez, lenta y rápida, colorida y profunda, dolorosa y directa, mortal y suave. Leí la novela, de principio a fin, atrapado en un enorme mar de confusión e indecisiones.
Fenómeno similar ocurrió al leer a Olga Tokarczuk. Similar… y no. Me explico: sin lugar a dudas era totalmente opuesto a la narrativa occidental a la que me he acostumbrado. Pero, a la vez, era diametralmente opuesto a lo que proponía Kawabata en su prosa. La escritura de Tokarczuk me hizo sentir como si entrara a un caleidoscopio lleno de imágenes y colores variadas. Había un hilo conductor, claro, pero apenas me resultó reconocible entre tanto hacia lo que mis ojos podrían distraerse.
Hoy, mientras leo a Mircea Cặrtặrescu, experimento una sensación parecida. Me vuela la cabeza que su narrador se toma cerca de seis o siete páginas en explicar cómo el personaje principal sufre de piojos, y lo que hace con ellos. Al final del capítulo, los piojos se convierten, casi por inercia, en un símbolo y una característica fundamental del sujeto, que sufre una transformación poderosa a lo largo de la obra. Creo que, como escritor, jamás se me habría ocurrido dar cuenta de un detalle de la forma tan magistral como lo hace este autor rumano.
En resumen, luego de una divagación que podría parecer carece de ton y son, mi consejo es que, siempre que les sea posible, amplíen su repertorio de lecturas. Lean libros extraños, novelas de países lejanos y libros escritos por autores con nombres impronunciables. Disfruten del enorme bufet que es la Literatura Universal… sacien su hambre.
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